El espejo de la impostura
Antiguamente eran ellos mismos dioses o hijos de dioses. Descendientes del Sol o del maíz, su autoridad sólo podía encarnarse en la exclusión de sus gobernados. Y así la práctica y el discurso primigenio de los poderosos fue el de distinguirse cuanto más mejor de la in diferenciada turba que adoraba su rostro o construía sus pirámides. El culto al emperador de romanos y chinos, la teocracia de los califas directos o la reglamentación cortesana de Luis XIV no son sino episodios de esa inicial legitimación del poder que sólo se patentiza recalcando la diferencia. Como también son diferentes los letrados, los héroes y los nobles: el eupátrida es de otra estirpe y quizá habla otro idioma. Sabe acentuar su especificidad y sólo él puede vestir toga o ceñir espada, pero nunca requerirá del oscuro pueblo que imite sus virtudes. Al contrario. Precisamente es el cultivo de su propia virtud privativa -la comunión con los dioses, el manejo de las armas o la pericia en las leyes- lo que hace inteligible el privilegio de su mando. De esta manera, el arte y las formas de vida áulica son ostentosos con buena conciencia, y el sumidero económico de los grandes palacios y templos no es sino el salario racional del bien común. En este caso, el poder precisa siempre de la distancia, que aquí es como la muralla o el biombo de la impostura para nimbar de misterio a su ejercicio.Aunque el proceso de secularización y legitimación contractualista de nuestras sociedades no ha sido en modo alguno lineal, es evidente que las formas de autoridad tradicional o carismática glosadas arriba se han visto sometidas a una erosión implacable. La táctica legitimadora de los poderosos actuales es muy otra, y a este fin España constituye una privilegiada atalaya de observación. Quizá esto se deba al acelerado proceso de secularización y descarismatización que el poder ha sufrido desde el fin de la dictadura. Y, paralelamente, como apunta con lucidez Juan Goytisolo, interviene aquí la desculpabilización del dinero, conseguida a resultas de la participación del Opus Dei en la gestión económica del país. No obstante, cabe argumentar también que tal influencia obedece a una inspiración más general: la desheroificación ideológica del catolicismo por obra de los hijos espirituales de Escrivá de Balaguer, quien, al contrario de san Ignacio de Loyola, estimaba heroico "el morir inadvertidamente en una buena cama, como un burgués" (Camino, 743). De modo que, por un lado, no había muchas tentaciones de martirio a la vista y, por otro, la confluencia de intereses con grupos antes antagónicos y pronto amansados contribuyó primero a allanar y después a homologar el espacio público que acogería a la nueva clase rectora.Y con esto me refiero a la actual clase política, a esa entidad misteriosa y heterogénea que parece existir y no existir, y que inevitablemente se consolida o anquilosa en cualquier democracia representativa que olvide sus instrumentos de control. Con todas las excepciones que se desee, los miembros de esa clase repugnan de tal apelación y en su comparecencia pública insisten en que "ellos son ciudadanos como los demás". He aquí la gran novedad de la legitimación del poder en la era moderna, con un discurso exasperado en el caso español por circunstancias de escándalo que todos perciben. Al igual que ciertos patrones de la prensa niegan impávidos que exista un cuarto poder, parlamentarios nacionales y autonómicos y hombres públicos en general insisten en que ellos son gentes corrientes, como quienes los votan, sin corporativismo ni exclusión. Su táctica se encamina a borrar lo que les distingue y a acentuar lo que les une y confunde con sus mandados. Así, su argumentación suele girar en torno al criterio de elección y consenso público, que no es la herencia biológica ni el azar guerrero de los restantes tipos de legitimidad catalogados por Max Weber. Mas llega un momento en que ese mensaje, a fuerza de repetido, se vuelve sospechoso. ¿Qué sucede si la corrupción, el nepotismo, la mendacidad, la ignorancia o la incompetencia se evidencian en los gestores públicos? ¿Qué expediente ideológico les cabe elaborar si el ciudadano ya no cree que ese maligno cuarto poder -que no existe- le esté invenLando una realidad paralela? Quizá uno solo: el poderoso devuelve el reproche y dice: "¿Acaso tú lo harías inejor?". Y así lo que era fundamento jurídico de igualdad democrática se trueca en vulgar gracejo de tertulia: "¡Somos como vosotros, crispines!". Tenemos vuestros vicios, vuestras limitaciones y vuestras debilidades.
Este principio igualitario, emancipador en su origen, genera entonces un fruto letal. El ciudadano puede desandar lo andado y preguntarse qué gracia tiene escoger a ese su doble respondón, que, sorprendido repetidamente en falta, sólo sabe echarle en cara su ser idéntico a quien le elige. 0 sea: culpar ontológicamente a cuanto es por ser. La psicología cotidiana nos enseña a precavernos siempre contra quien en seguida nos espeta: "¡Soy como tú!", cuando le recrimidámos por algún mal que nos causa. ¿Por qué sabe nuestro maleducado contradictor que somos tan iguales? Quizá porque no puede imaginar que la naturaleza del hombre se preste a mayor probidad, inteligencia o integridad que la suya propia. ¿Y no serían, en todo caso, esas insólitas cualidades las que el elector busca y exige? Cuando, en un reciente debate en el Congreso, el señor Anasagasti preguntaba al Pleno quién de entre los diputados allí presentes "nunca había hecho algún favor", estaba enunciando una profunda aportación de teoría política, porque trascendía una sórdida anécdota y explicitaba al fin la tácita moral de su clase. El mensaje que en ése y otros canales y países se pretende hacer llegar a la opinión pública es idéntico, e intenta establecer un consenso de legitimación similar al que las formas de autoridad tradicional y carismática forjaron. Se trata simplemente de elevar la psicologización cómplice del poderoso, con independencia de su partido o grupo, a ideología de igualdad, o de colocar un espejo ante el ciudadano para reconciliarle con la imagen deformada que en él se le haga percibir. Aquí no somos como los faraones o los mandarines, sino como tú. Tal es el nuevo espejo de la impostura del poder, que embota la controversia y la capacidad regeneradora de cualquier institución democrática. Por eso, sus ideólogos insisten en que se tiene lo que se merece porque se vota, y se vota lo que se tiene, con lo que el círculo es irrompible y la queja estéril. La clase política -que no existe, pero condona el transfuguismo, mantiene listas cerradas en las elecciones, no visita a sus representados y predica el silencio a gritos- se ve así sometida a un dúplice expediente: a mayor indiferencia y menor control, mayor impunidad y endogamia. ¿Cómo reprochar nada a quien es como uno? Pero así se diferenciará cada vez más de mí, pues él manda sobre mí con un plural rostro que yo no veo. Para eso precisamente me coloca delante un espejo deformador. La paradoja puede radicalizarse aún. A fuerza de proclamarse igual a su administrado en lo reprobable, el nuevo mandarín se distancia de él para acabar comportándose como el antiguo: el Estado, que él gestiona, le deja vivir entre sus pares, reglamentar sus ritos en provecho propio y utilizar sólo su lengua.
¿Novedad histórica? Sin duda, en la complejidad igualitarista y mediática de las sociedades actuales. Sin embargo, un espíritu noble e indulgente algo entrevió de cuanto aquí gloso en la España del pasado siglo. Al hablar de ciertas prácticas del poder, advirtió Pérez Galdós que en ellas "hay algo de seguros mutuos contra el castigo, razón por la cual se miran los hechos de fuerza como la cosa más natural del mundo. La moral política es una capa con tantos remiendos que no se sabe ya cuál es su paño primitivo" (Fortunata y Jacinta, III, l).
Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la universidad de Cambridge (Reino Unido).
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