La reyerta del agua
LA ADMINISTRACIÓN de un bien escaso, como lo es el agua, es una tarea política desagradable, ya que, por definición, no puede satisfacer todas las demandas. A la espera de un plan hidrológico nacional, proliferan las escaramuzas locales sobre el reparto de los caudales. Esta semana, por ejemplo, parlamentarios de nueve autonomías se han reunido en Zaragoza para oponerse al trasvase de agua del Ebro a Barcelona.La ley de Aguas definió a éstas como bien público unitario. Pero este año, ante las anunciadas políticas de distribución hidrográfica, viviremos una cruel pelea vecinal entre municipios y comunidades que reivindicarán como patrimonio exclusivo el agua de su territorio, la que nazca o pase por sus demarcaciones. Hay localidades o regiones que han hecho unas espectaculares previsiones en su aumento demográfico o ambiciosos proyectos de conversión de secano. Sin embargo, una política distributiva de los recursos hidráulicos sólo puede hacerse desde la solidaridad y con cifras reales sobre las necesidades de cada cual.
España no es un país sobrado de agua, pero el tópico exculpatorio de la pertinaz sequía, aunque con otro vocabulario, sobrevive en los despachos de las administraciones públicas, que así alejan la responsabilidad de una dolosa imprevisión. Los expertos aseguran que el problema no es tanto una merma del volumen de lluvias, sino un incremento de los consumos (industriales, higiénicos) no calculado. No ha habido una política suficiente de almacenamiento de un bien que periódicamente escasea, y el suministro se ha fiado, en parte, a la prodigalidad de la naturaleza.
Hay quien predica rogativas milagreras, pero a medio plazo el único paliativo a estas reyertas es una planificación racional del almacenamiento, el rescate y control de los recursos -reduciendo fugas, captando bolsas subterráneas, buscando nuevos suministros- Un empeño importante que si se hubiera producido a tiempo habría evitado riesgos graves como los que corre Euskadi, un ubérrimo territorio.
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