Aute
Hace unas semanas, Aute pasó por Barcelona para dar unos recitales en el Palau, ese escenario que es a los cantautores lo que la peca bajo el labio de Marilyn a los erotómanos. Alguien me llamó para que fuera y ocupara una butaca privilegiada en la platea. Insistió aduciendo no sé qué de la conexión generacional, la convergencia de sensibilidades y todas esas cosas que suelen ser tan ciertas como manidas. Probablemente me quedé en casa junto a un maldito videojuego de monstruo y laberinto en el que se perdieron demasiadas madrugadas. Aute llenó el Palau con mi butaca vacía, y poco después recibí por correo su última casete como prenda de una cita incumplida y un conocimiento que no fue. A veces el músculo de la curiosidad rechina y preferimos ser ovillo que hilo. Un día fuimos esponjas dispuestas a bebernos el océano, pero ahora preferimos ser corchos siempre flotantes y a la deriva empujados por el viento de las televisiones. La casete de Aute reapareció en las seis horas entumecidas de un regreso dominical de Andorra. Poco a poco, su Segundos fuera se hizo un hueco entre las respiraciones dormidas de los niños y los esquís fláccidos del techo, y, teñida de las luces rojas del coche delantero, la canción llegó adonde tenía que llegar llevada por la voz ingrávida y mineral de Aute. Sorprende encontrar canciones que resisten el paso de carga de las listas de éxitos. A fuerza de usarlas y tirar las, las canciones se han convertido en artículo de baño o en navaja del silencio, y, cuando aparecen palabras pensadas entre los quiebros de la música, nos sorprende que un arte aparentemente tan pequeño pueda proporcionar tantas emociones. En las cataratas del espectáculo programado aparece de cuando en cuando algún disco que nunca será biodegradable. Al bien hacer de Aute le debo la sensación de avanzar atrapado en una caravana inmóvil. Como una leve respiración en las narices de una cultura acatarrada.
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