El orgullo del Barça frena la ambición del Madrid
El Barcelona, goleado por 3-0 e inmerso en un caos directivo y técnico, se encontró, a los 46 minutos, con el Madrid jugando el papel de enterrador dispuesto a dar la última palada -o dos, si fuese posible- y con miles de catalanes apagando los televisores. 44 minutos después, con dos jugadores y su entrenador expulsados, y 3-2 en el marcador, el Barça se retiró al vestuario con la cabeza erguida, mientras el Madrid se marchaba feliz, pero todavía con el miedo en el cuerpo. Fue el orgullo de los jugadores barcelonistas, hundidos en la miseria a la que les ha llevado un entrenador iluminado, lo que les salvó del ridículo. Y fue un exceso de soberbia lo que complicó la noche del Madrid, cuando, con 3-0 en el marcador, se lanzó al ataque hasta con siete hombres, convencido de su enorme superioridad, y despreciando a unos jugadores de una calidad que su técnico no ha sabido aprovechar.El derby, aunque fuese al final, tuvo todos los elementos habituales en este tipo de ceremonias pasionales: goles, emoción, decisiones polémicas, patadas, tortazos, y hasta una novedad importada de Brasil; testarazo contra la cabeza del rival. Pero el derby, aún aguado por la diferencia en la Liga, fue un inmenso fraude por los tremendos errores técnicos que cometió el árbitro García de Loza: se tragó dos penaltis en el área del Barcelona; anuló un tanto legal a los azulgrana (el que hubiese significado el 3-3), y se dejó vencer por su ego en un estallido final de violencia que se inició con una expulsión excesivamente rigurosa de Koeman. Estallido que, dicho sea de paso, aprovechó Cruyff -listo él- para ganarse una expulsión perfecta para lograr la condición de víctima que tanto necesita para salvar el cargo.
El partido en sí -al margen del fraude arbitral- estuvo marcado por dos jugadores: Schuster y Julio Salinas. Schuster, tremendamende motivado, realizó una primera parte excepcional. Era capaz de sacar balones de la defensa, regatear a dos rivales, iniciar un contraataque y llegar a tiempo para rematar a gol. Su despliegue recordó al Schuster de los mejores tiempos. Schuster estaba anoche especialmente motivado, quizá porque disfrutaba de una pequeña vendetta personal con sus antiguo club.
El Madrid controló el partido durante toda la primera parte. Jugaba al paso, sus hombres se movían con parsimonia en el centro del campo, y estallaban con tremenda velocidad en el ataque. Era el mejor Madrid. El Barça, perdido en un eterno rondo alrededor de Milla, era incapaz de arriesgar en la zona de definición. Con paciencia, con seguridad en sus fuerzas, el Madrid golpeó poco, pero golpeó lo justo: dos goles en 45 minutos, y un tercero justo al iniciarse la segunda mitad.
Pero el Madrid cometió entonces su error. Mientras los jugadores del Barça abrían los brazos y se lanzaban reproches unos a otros, el Madrid, nublado por su autoconfianza, se emborrachó de ambición y se fue a un ataque desaforado.
Entonces surgió la otra clave del partido: Julio Salinas. Bastó que las puertas traseras del Madrid se abriesen cinco minutos para que Julio Salinas lanzase dos picotazos mortales. Julio Salinas demostró sus posibilidades de hombre gol siempre que se encontró en su posición natural de delantero centro. Marcó dos tantos, le dio un tercero, el anulado, a Roberto, y envió un balón al poste (m. 81). Y dejó con las vergüenzas al aire a dos hombres: a Ruggeri, un defensa torpe y lento, y a Cruyff, un cabezota que le prefiere como extremo que como delantero centro.
Curiosamente, el Madrid se acobardó, quizá contagiado por un técnico (Toshack), que prefirió sentar a uno de sus hombre más ofensivos, Michel, para aumentar con Solana su artillería defensiva. Toshack, y con él su equipo, dejaron la iniciativa en manos del Barcelona, que pasó a controlar el balón en un Bernabéu silencioso. Era la furia controlada de unos jugadores que habían estado al borde de la humillación, que le habían visto la cara al enterrador. Su orgullo, y sólo eso, les permitió salvar la cara. Los rondos se iban acercando poco a poco a Buyo, ante la impotencia del Madrid para relanzar su ofensiva, y sólo el árbitro y un poste evitaron un empate buscado más con el corazón que con la cabeza.
El final fue digno de una crónica de sucesos. Un partido que parecía light se convirtió en un derby de droga dura, con patadas, codazos, cabezazos, insultos y expulsiones. El Barcelona se perdió en una pelea de nervios, y eso, quizás, salvó a un Madrid que comenzó brillante y que acabó acorralado.
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