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Tribuna:HUELGA DE HAMBRE DE LOS 'GRAPO'
Tribuna
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Derecho a la muerte, derecho a la vida

La huelga de hambre de los presos de los GRAPO ha conmocionado la conciencia de muchos ciudadanos a lo largo de estas últimas semanas. ¿Tienen los presos derecho a decidir sobre su vida y su muerte? ¿Ha de respetarles ese derecho la sociedad puede obligarlos a recibir alimentos? Todos, políticos, jueces, funcionarios de prisiones, ciudadanos de a pie, hemos intentado responder del mejor modo posible a estas cuestiones. Han aparecido dos actitudes extremas y una intermedia. Para algunos, el Estado tiene el deber y la obligación de evitar la muerte de esas personas. Otros piensan que debe respetarse su libre voluntad. de morir, y que obligarlos a comer supondría someterlos a una coacción cercana a la tortura. Otros, en fin, consideran que debe buscarse una salida negociada, en la que ambas partes cedan cuanto sea preciso.Algunos de los argumentos esgrimidos por los partidarios de la alimentación forzosa son cuando menos sospechosos. Ciertas personas parecen haber convertido este conflicto en un puro problema de imagen pública. El razonamiento podría ser éste: la muerte de 50 personas por inanición en las cárceles españolas es de un efecto público tan negativo que debe evitarse a toda costa. No interesa tanto saber si tienen derecho a la huelga cuanto evitar las salpicaduras que su muerte tendría para la imagen del conjunto del país.

Otro argumento que para el ciudadano de a pie resulta insatisfactorio es el de la alimentación en caso de pérdida de conciencia. En este caso se intenta resolver el conflicto mediante una argucia formal: la de negar en cuanto una persona entra en coma la validez de las decisiones que esa persona ha tomado cuando era competente y capaz. Por más que este procedimiento sea jurídicamente correcto, es difícil que pueda considerarse éticamente aceptable.

Aún se ha echado mano de otro argumento no menos capcioso. El artículo 10.6.d de la Ley General (le Sanidad exime de la obligación de pedir el consentimiento informando a los pacientes antes de someterlos a cualquier procedimiento diagnóstico o terapéutico, "cuando la urgencia no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento". La redacción de este párrafo quizá sea ambigua, ya que permite hacer una interpretación claramente paternalista, vulnerando el derecho de todo ser humano a la libertad de conciencia, y por tanto a la autonomía. Pues bien, ya se ha aplicado este párrafo al caso de los grapo en huelga. de hambre, viendo en él un argumento legal a favor de la alimentación forzosa.

Frente a todas estas razones poco o nada convincentes hay otras que sí lo son. El conflicto surge por colisión de dos derechos humanos fundamentales. De una parte, el derecho de los individuos a la libertad de conciencia y a dar su vida por valores que consideran superiores a ella, sean éstos de tipo moral, religioso, cultural o político. De otra parte, el derecho y la obligación del Estado a instaurar y defender el bien común, es decir, la justicia, aun a costa de coartar temporalmente la autonomía de ciertas personas. Como estos dos principios, el de autonomía y el de justicia, entran en conflicto, el problema está en saber cuál tiene prioridad sobre el otro en esta situación concreta.

Coacción política

Hay un primer dato muy significativo, y es que en las decisiones de vida o de muerte es preciso que la capacidad de las personas que deciden sea adecuada, es decir, no tengan defectos sustanciales. La sociedad no puede permitir que personas de capacidad disminuida tomen decisiones tan graves como las que hacen peligrar su vida. Por supuesto, ninguna ideología política, por extrema que sea, puede considerarse sin más una enfermedad mental, ni pensarse, por tanto, que lleva implícito un defecto de capacidad o autonomía. Pero aun así, cuando hay fundadas sospechas de que la presión de un grupo social, político o de otro tipo coacciona las decisiones de las personas, entonces existen fundados motivos para dudar de la autonomía de esas acciones. Esto parece que puede suceder en bastantes casos de los que ahora se discuten.

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La propia reclusión carcelaria sitúa a las personas en tal tesitura, que caben dudas razonables sobre su capacidad y autonomía. Por este motivo las legislaciones de todos los países excluyen a los reclusos de los ensayos clínicos, no considerándolos sujetos idóneos de experimentos biológicos aunque acepten participar en ellos. Se supone que aun en este caso tal consentimiento no debe tenerse por válido, o al menos por suficiente, dada la privación de libertad en que se encuentran. Ahora bien, si no tienen capacidad para consentir en un ensayo clínico, ¿podrá decirse que la tienen para morir de hambre?

Todo esto hace pensar que, cuando menos, es dudosa la capacidad de estas personas en orden a tomar decisiones de vida o muerte. Esta duda razonable exige actuar en su mayor beneficio, es decir, en favor de su vida. Por este motivo parece que la alimentación forzada puede y debe realizarse.

Hay aún otra razón en favor de ello. El Estado tiene a los reclusos en régimen de custodia. Esto le obliga a velar por la integridad de esas personas que la sociedad le ha encomendado hasta tanto se rehabiliten o cumplan sus penas. Parece, pues, que el Estado tiene obligación de evitar que mueran, se lesionen o se mutilen. Esa obligación no existiría en caso de que estuvieran libres, en la calle, pero sí durante el período de internamiento.

A pesar de todo esto, es seguro que la decisión de alimentar por la fuerza a los reclusos nos dejará insatisfechos. Cuando las condiciones sanitarias y humanas de las cárceles son en todo el mundo tan precarias, ¿cómo hablar de justicia o de derechos de justicia de la sociedad respecto de los reclusos? ¿Cómo separar la situación de los grapo de esta situación general? Ésta es quizá la pregunta última de todo el asunto, la que puede acabar quitándonos el sueño. Se comprende por ello que el problema de los grapo esté siendo un brutal aldabonazo a nuestra conciencia civil. En otros casos no es posible la buena conciencia.

D. Gracia Guillén es médico, catedrático de Historia de la Medicina, y P. Pablo Mansilla Izquierdo, médico.

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