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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Onfaloscopia

SIN SUÁREZ, el CDS sería un grupúsculo. De ahí las escasas oportunidades de éxito de los críticos de ese partido en su tercer congreso: lo único que los distinguía -su propuesta de renovación en los métodos organizativos- tenía que detenerse en el umbral del cuestionamiento del liderazgo del ex presidente del Gobierno. Y como ese liderazgo es el rasgo organizativo fundamental del CDS, se encontraron con que les faltaba hierba bajo los pies. El origen remoto de la disidencia de los críticos está en el descontento por los pactos con la derecha. Pero el táctico Suárez se adelantó a cualquier reproche ofreciendo una severa autocrítica que dejó a aquéllos sin argumento político. Sin política alternativa y teniendo que limitar la crítica organizativa a aspectos accesorios, el margen de los opositores era mínimo. El congreso ha reflejado esa realidad.El líder del CDS ha justificado su aceptación del bisagrismo y la preferencia por el PSOE para su política de alianzas con este argumento: si queremos influir en la sociedad, y no sólo lamernos las heridas, estamos obligados a pactar; -y si queremos influir en un sentido progresista, habremos de hacerlo sobre todo con el PSOE. Tal argumento ha irritado sobremanera a ciertos sector- es de opinión que hace poco se excitaban con la perspectiva de un pacto a la griega. Pero de las alternativas que quedaban al centrismo después de haber amagado en distintas direcciones ésa era la menos mala. El CDS ha obtenido en los últimos años entre uno y dos millones de votos. Ésos son de momento sus límites. Con esa fuerza, entre el 7% y el 10% del electorado (comparable a la cota media de los liberales de Genscher en la RFA), no puede uno aspirar a convertirse en el eje de una alternativa de poder, pero sí en condicionante de tal alternativa. En la perspectiva, bastante verosímil, de una pérdida de la mayoría absoluta por parte de los socialistas, esa fuerza puede resultar decisiva para la constitución de mayorías de centro-izquierda en las diferentes Administraciones. Esta última apuesta de Suárez no carece entonces de lógica.

El riesgo de que su electorado potencial -sabedor de antemano de que sus votos iban a servir para afianzar la continuidad de los socialistas en el poder- le niegue su apoyo es real. Pero es un riesgo inherente a todo partido minoritario de signo centrista. Y en todo caso, el mismo argumento serviría para cualquier otra política de alianzas imaginable. La idea de que renunciando a toda alianza posible recuperaría el CDS el amplio espacio que cubrió la UCD hace una década es ilusoria: el riesgo no sería ya de pérdida de votos, sino de desaparición, por incapacidad de incidencia política, del partido mismo. Mientras que la recuperación de su inicial vocación de bisagra en una alternativa de centro-izquierda puede permitir al CD S convertirse en receptor de ese segmento del voto urbano de quienes desean que el PSOE siga gobernando, pero quisieran que lo hiciera de manera diferente: sin el sectarismo y el ventajismo con que ha utilizado su mayoría absoluta y la falta de credibilidad de sus opositores.

En un sistema de partidos como el español actual, el papel del centro (se apellide progresista, liberal o de otra manera) es moderar al poder, sea éste de signo conservador o socialdemócrata. Tal vez mañana esa función deba realizarla en un Gobierno encabezado por Aznar (o su sucesor). De momento, sin embargo, con una derecha estabilizada desde hace ocho años en tomo al 25%, la vocación de bisagra del CDS y su definición como partido progresista sólo tendrán oportunidad de plasmarse con el PSOE como socio. Ignorarlo sólo conduce a la onfaloscopia: la pasión de quienes se satisfacen en la contemplación del propio ombligo.

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