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La ironía

La melancolía es silenciosa, se arropa en el recogimiento, la reserva temerosa ante las amenazas del mundo ancho y ajeno. Pero a veces habla: la ironía es el lenguaje del melancólico. Las palabras irónicas atraviesan el aire y, como saetas ,penetran en el corazón de los - hombres hiriéndolos, pero sin inferirles un daño muy profundo. Suscitan leves sonrisas, porque son burlonas y no sólo afectan a quienes van dirigidas sino, también, al que las profiere. La ironía, esta burla fina y disimulada, puede elevarse a consideraciones negativas sobre el mundo en general y sobre esta sociedad en particular, porque es el veneno secreto del yo. A la vez es un juego alegre, un placer frívolo de la inteligencia, pues negar la moralidad convencional proporciona mayor intensidad a la fruición estética.La ironía nace de los humores variables, arbitrarios, volátiles de la conciencia íntima, y se expresa en conceptos delimitados, precisos, disolventes. Compárese Viaje sentimental, de Sterne, donde brilla el humor cambiante, tornadizo, fantástico, con su obra posterior, Tristan Shandy, cuya ironía es crítica, racional, destructora del mundo y de sí mismo. La ironía es, a la vez, sentimental e intelectual cuando la agudeza de la mente se asocia a la intensidad emotiva del sentir. El irónico a través de sus burlas expresa insatisfacción, un triste descontento desde la hondura de una seguridad satisfecha donde reposa su yo. "Es el absoluto comienzo de la vida personal", afirma Kierkegaard en Disertación sobre la ironía, o sea, la subjetividad de la subjetividad. Sin embargo, paralelamente, la ironía revela una dialéctica ambigua. Ironizamos porque nos sentimos inquietos y, a la vez, seguros, poseedores de esa verdad interior que es el yo cristalino en el que nos afirmamos. ¿Cómo resolver esta contradicción patética?

Por la ironía sutil, intelectual volteriana, o por la burla tierna, compasiva cervantina, esto es, analizando los seres y las cosas desde la crítica implacable de sus virtudes, o por la piedad sonriente ante los errores, deformidades y torpezas soñadoras, inverosímiles. La primera es conceptual, lógica y llega a formular grandes construcciones filosóficas como la duda sistemática, de Descartes, o la náusea, de Sartre. La segunda se esfuerza en comprender a los hombres a través de lo que llaman los psicólogos la co-vivencia o reciprocidad del sentir. Pero si ahondamos en ambas formas de ironía, descubrimos que tanto la cruel como la tierna son paradójicas porque expresan siempre resentimiento, es decir, un permanente e irrefrenable sentirse a sí mismo. Pese a la divergencia de estos tipos de ironía, se unen en una común sentimentalidad intelectual. La ironía puede ser maligna o bondadosa, volteriana o quijotesca, pero ambas constituyen el zumo concentrado de la subjetividad, la palabra cáustica que implica una autocrítica del sujeto que la pronuncia.

El irónico intenta resolver su contradicción patética: si goza del mundo y de sí mismo como momentos aislados, no se posee totalmente ni llega a la concentración reflexiva. La melancolía es, pues, su unidad defensiva, un consuelo contra cualquier tristeza que pueda invadir su conciencia. Por esta razón ironiza para salvaguardarse, burlándose de los otros, de la sociedad en que vive, de sus costumbres, y también de las desgracias, dichas y satisfacciones banales. La ironía impide que la subjetividad se frustre ante el espectáculo de las ruinas que contempla, y constituye un placer agudo que salva al melancólico de los dolores que se le aproximan como heridas permanentes. El irónico tiene conciencia de la gravedad de su estado melancólico inevitable. Cuando interroga, fingiendo ignorancia, y se complace en desvalorizar a los otros, es una forma disimulada de envidia.

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La ironía procede del griego eironeia (disimulo) y tiene su raíz en eromai, que significa "yo pregunto". La ironía socrática es la que quiere llegar al conocimiento, simulando no saber nada. El interrogador plantea problemas que desazonan a los interrogados, los llena de inquietud y desdicha porque él mismo sabe que no lo sabe todo. En su análisis sobre la ironía socrática, afirma Kierkegaard que este movimiento infinito del pensamiento al abrir todas las posibilidades hace imposible la serenidad y quietud del ser que puede recibir todo pero no puede retener nada. Así, el interrogado cae en el vacío de la inseguridad, y se agrava, su pesadumbre, su melancolía inveterada. Claro que Sócrates se proponía que cada cual, por sí mismo, una vez despierto de la ciega y torpe ensoñación por la pregunta, descubriese la verdad. "Sócrates contiene en sí la posibilidad de todo, el infinito de la subjetividad", afirma Kierkegaard. En este sentido, la ironía socrática intelectual es, a la vez, sentimental, pues el joven, al sentirse rico de posibilidades, puede huir de la realidad. La ironía se demuestra así como el mejor remedio contra la melancolía, esa oscura conciencia que tiene el joven de sentirse mero proyecto de ser. La ironía socrática inyecta alegría al abatimiento y a la apatía corporal del melancólico, quien se embriaga con los infinitos modos de su propia realidad.

Kierkegaard define a Sócrates como un seductor que atrae a los jóvenes, pero cuando éstos le buscaban para encontrar la respuesta definitiva, el reposo verdadero, Sócrates desaparece, dejándolos sumidos en la tristeza, la vacilación y la duda permanente. Explica que Sócrates gozaba del extraño espectáculo de unos jóvenes ansiosos de conocimiento, a los que arrancaba de todas sus creencias, los liberaba de sus certidumbres para hacerlos disponibles. Sólo cabe, pues, resguardarse en el no saber y reposar en la suave melancolía de sentirse ser.

Hegel no se dejó engañar por la seductora anarquía socrática, y dice: "Sócrates no sabía; no podía tener una filosofía ni construir una ciencia. De todo ello fue consciente, y no era tampoco su objetivo la sabiduría científica". Sin embargo, la ironía socrática sólo es relativamente negativa porque, al inducirnos a descubrir la auténtica verdad personal, nos obliga a miramos por dentro, a interrogarnos sin cesar, y así encontramos la presencia de la subjetividad. En suma, la ironía socrática se burla de la ingenua fe de los jóvenes en la razón pura, en esa diosa de la dicha tranquila, del sosiego profundo de la verdad racional. En este sentido, despierta, aguijonea, atormenta y acucia la conciencia adormecida del bienestar melancólico. "Es el demonio socrático", dice Kierkegaard, "que nos advierte, previene, pero no ordena". El demonio es el genio de la subjetividad que se agita por sí misma.

Esta ironía racionalista se corresponde con la ironía romántica, convirtiéndose la simple reflexión de la primera en doble reflexividad en la segunda. Es más racional todavía que la ironía socrática, pues al objetivar el sujeto descubre la verdad en la subjetividad, olvidando la búsqueda de la ciencia y la certeza objetiva del mundo exterior. Efectivamente, la ironía romántica, Welgeist (Hegel), niega el espíritu del mundo, la historia, para crear la realidad subjetiva del hombre. Los románticos parten de una doble crítica, interior y exterior, de todo lo real. El mundo que existe no les gusta y les envenena el alma de pesadumbre. Claro está que el romántico aguanta todas las tempestades íntimas, porque romantisieren equivale a bewusst Machen o bewusst Werden, lo que quiere decir que se está esforzando por adquirir una lúcida conciencia de sí y de todos sus actos, y lleva implícito que este sentimental desgarrado sea, al mismo tiempo, un racionalista extremo que practica día a día, un análisis penetrante de su realidad. Así puede resistir todos los desengaños de su profunda melancolía y descargar su amargura en ironías sobre los espejismos evanescentes del mundo.

ensayista, es autor de La crítica de la pasión pura.

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