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Cuentas y cuentos

Los economistas, los profesionales de la economía, no lo digo en broma, tienen hoy demasiado poder. Incluso cuando son buenos técnicos, cuando dicen saber lo que hay que hacer para que las cuentas vayan o al menos cuadren bien, sus decisiones, o sus informes que sirven de base para ellas, desbordan con mucho en sus resultados, implicaciones y consecuencias sociales lo que aquéllos controlan y hasta lo que por su oficio y profesión están en disposición de conocer. Que me disculpen, pero lo que está ahí en juego es demasiado importante como para dejarlo de manera exclusiva o muy prioritaria en manos de los economistas, ni, por lo demás, de nadie en particular.La economía -¡perdón por la obviedad!- es una ciencia bien respetada, hasta mitificada, imprescindible, claro está, de todo punto necesaria, pero hace ya tiempo que, con la mentalidad tecnocrática, traspasó ilegítimamente la línea o el espacio convencional que le corresponde en el reparto y entendimiento del saber y del poder. Me refiero sólo, desde luego, a una versión de esa ciencia y a unos profesionales de ella, hoy por cierto nada infrecuentes, que se olvidan por completo de que aquélla es también economía política y que prescinden y se desentienden sin más de un buen número de repercusiones y efectos de carácter social que nadie, parece, se ha encargado previamente de meter en su, por lo que se ve, aún no compatible ordenador oficial.

Pero, entonces, ¿quién puede reclamar tal poder? La respuesta para un demócrata es, en principio, fácil, casi elemental: sólo el entero cuerpo social, y dentro de él, por supuesto, las instituciones con el apoyo del saber interdisciplinar. No se trata, pues, de improvisar, de hablar por hablar, ni de que la política simbólica reemplace a la política real. Y, desde luego, mucho peor que la tecnocracia y tiranía de los economistas lo era la anterior de los leguleyos y los juristas, y no digamos la primitiva de magos, hechiceros y guerreros. Se diga lo que se diga, hemos ido progresando en la historia..., y podemos continuar: no es éste, aunque lo digan desde Washington, el definitivo final.

De todos modos, se puede muy bien argüir, la culpa no la tienen ellos, los economistas, que, como tales, los mejores al menos -gentes hoy con talante y formación anglosajona-, suelen ser cautos, poco milagreros, más bien modestos, incluso relativistas, escépticos y casi siempre irónicos ... ; sí, hasta que alguien les da el poder, directo o indirecto, para decidir y les pregunta con angustia de neófito qué es lo que se debe, sin condiciones, hacer. Es ahí donde acecha y puede surgir ese dogmatismo cientificista y tecnocrático que se alimenta de su propia seguridad -no niego la responsabilidad-, despreciando con pavor todo lo demás: ahí el economista se hace huraño y hasta agresivo y ofensivo. En cuanto se pone en marcha el macrodiseño inicial, las cuentas tienen por narices que cuadrar, unas decisiones llevan inevitablemente a otras y, siempre con ayuda transnacional, se instaura de ese modo el reino de la más absoluta e implacable determinación y necesariedad.

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No hay nada que hacer; así es la realidad, y no conocerla y no pensar en estos términos es perder el tiempo y el dinero. Lo que no son cuentas son cuentos, tonterías, prédicas de iluminados,o de irresponsables que, sin embargo, luego en seguida se quejarán y protestarán si, a nivel particular o familiar, las tales cuentas, los beneficios, los sueldos o las rentas les empiezan a fallar y todo comienza a irles mal. Pero hago observar que si esto núsino ocurre, especialmente la pérdida salarial o la baja laboral, dentro del gran esquema de ese diseño inicial y oficial, así como de su consecuente implementación posterior, entonces todo ello no se verá sino como exigencias objetivas, tal vez no queridas, pero ineludibles y transitorias, que hay así que explicar y soportar como vía (crucis) para un futuro bienestar general.

Espero que el hipotético lector coincida conmigo en rechazar tanto las cuentas del pragmático oportunista, negador de la ética de la convicción, como los cuentos del predicador fundamentalista, a quien nada le incumbe la ética de la responsabilidad. Pero quizá, a su vez, concordará en que lo mismo que hay cuentas que sin falta se deben echar y comprobar -para evitar, por ejemplo, la injusta desigualdad y la excesiva acumulación particular-, hay también cuentos que son verdad o que, aun siendo ficción, dicen muy bien cómo debiera serla realidad. Para nada se está propugnando el reino de la arbitrariedad y de la irracionalidad; sólo el de la igualdad y la solidaridad.

Podemos, pues, estar de acuerdo en la teoría general: no es lo más difícil; lo complicado es concretar y, desde luego, priorizar. Yo apenas lo voy a hacer aquí, y no echando cuentas, sino recordando muy brevemente un par de cuentos que son verdad: y si todavía no lo son; es decir, si los hechos no coinciden con ellos..., pues tanto peor para los hechos, ya se verá.

El primero -son cuentos políticos, claro está- es el de la concertación, pacto, deuda o giro social; es decir, las versiones pueden variar, el cuento de una mejor y más justa redistribución del producto social, de una mucho mejor y más digna educación, vivienda y sanidad: las cuentas tienen que hacerse de modo que ese cuento se convierta pronto y para todos en efectiva realidad. El segundo -¡hay muchos más!- hablaría de un tema más moderno, o posmoderno, es igual, aparentemente menos tradicional, cual es la imagen y la comunicación, la cultura y la libertad, la verdad y la responsabilidad: me parece que también sería bueno que ese cuento de la ética en la política, y su correspondiente envés, pudiéramos poco a poco, y aunque fuésemos mayores, empezárnoslo a creer.

No se puede vivir, como bien se ve, ni sin cuentas ni sin cuentos, aunque siempre mirando a la razón y en -¡con perdón!- dialéctica interrelación. Y llegaría con ello a una firme, final y muy concreta petición: que los economistas y los políticos, por favor, no nos cuenten más el cuento de las cuentas, y que los inquisidores y sus policías dejen para siempre de querer llevarnos y controlarnos las cuentas de los cuentos. O, como se decía antes, ciencia y conciencia.

Elías Díaz es catedrático de Filosofía del Derecho de la universidad Autónoma de Madrid.

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