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Heidegger y el nacional-racismo

Durante los dos últimos años he seguido los debates entre filósofos europeos y norteamericanos sobre la política de Martin Heidegger en su calidad de ciudadano de la Alemania nazi, y hace poco leí la traducción española de la obra que dio origen a esos debates: Heidegger y el nazismo, de Víctor Farías (Muchnik Editores, 1989). Por la gran cantidad de documentación que proporciona Farías, no cabe duda alguna de que Heidegger siguió siendo un nacionalsocialista, según lo que él entendía por ese movimiento, y que, a pesar de su desencanto con ciertos funcionarios subalternos y con ciertos políticos específicos del partido, fue un súbdito leal y admirador de su líder supremo, Adolf Hitler. En la polémica internacional, la importancia del convencimiento nazi de Heidegger queda involuntariamente enfatizada por los esfuerzos de muchos de sus discípulos para racionalizar o minimizar, si no virtualmente negar, unas creencias y sentimientos que su admirado mentor nunca negó.Así pues, en este ensayo no me interesan sus aspectos de devoto miembro del partido nazi o de profesor y administrador sirviendo complaciente al führer, sino sus sentimientos nacionalistas y racistas, los cuales, en mi opinión, explican su disposición a admirar a Hitler y a pasar por alto una propaganda y un comportamiento tan burdos que, personalmente, él nunca habría firmado.

La familia de Martin Heidegger procedía del sur de Alemania. Fue estudiante becado de modestos recursos económicos, y siempre se sintió agradecido de su educación a sus profesores católicos, algunos de los cuales fueron posteriormente promotores del Concordato de 1933 entre el Vaticano y el nuevo Gobierno nazi. Uno de sus principales héroes culturales, a quien exaltó como modelo de moralidad en escritos de su juventud (19 10) y en las postrimerías de su vida (1964), era el violentamente antisemita fraile agustino del siglo XVII Abraham de Santa Clara.

Durante toda su vida, Heidegger detestó las ciudades e idealizó la. vida rural. Estaba orgulloso de su cabaña de la montaña, que en parte había construido él mismo, una cabaña a la, que invitaba a sus estudiantes favoritos y en la cual, siempre que tenía ocasión, se dedicaba a sus pensamientos más profundos. Sentía un gran aprecio por su cálida relación personal con sus vecinos campesinos. Desde su más temprana edad escolar estaba convencido de la misión civilizadora de la lengua alemana sobre todo, de los pueblos austriaco y suralemán, habitantes del centro de Europa y resistentes en varios momentos a las invasiones turcas y eslavas.

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Durante toda su vida adulta estuvo convencido de que solamente había dos lenguas en las que se podía hacer filosofía: el griego clásico y el alemán moderno. La resistencia alemana a la conquista romana había ayudado a preservar a Alemania de una excesiva influencia latina, facilitando la conexión filosófico-cultural entre la Grecia clásica y la Alemania moderna. Heidegger había experimentado la derrota militar alemana en la I Guerra Mundial y la posterior humillación de su adorada patria por el Tratado de Versalles. Creía que Adolf Hitler había restaurado en la década de 1930 la dignidad del pueblo y el Estado alemanes, y como educador, estaba deseoso de preparar a la juventud alemana para su destino dominador de la Europa continental.

En este síndrome de creencias, las naciones latinas y, claro está, eslavas solamente podían tener una función subordinada. La función de los judíos alemanes era nula, pues se trataba de un pueblo no ario y con una religión distinta. Heidegger nunca escribió propaganda racista al estilo de Goebbels, ni arrojó piedras contra los escaparates de los comercios judíos, pero cooperó con su aprobación a la expulsión de los judíos de las universidades alemanas y nunca, ya concluida la dictadura nazi, condenó directamente las expropiaciones (antes de 1939) ni el genocidio final (en los años de la guerra, de 1941 a 1945) de los judíos europeos.

En 1948, otro filósofo que había vivido en el exilio desde 1933, Herbert Marcuse, le pidió a Heidegger que le explicara su silencio en relación con el holocausto. Transcribo la respuesta de Heidegger (página 387 de la edición española de Farías): "Refiriéndome a los reproches graves y justificados que usted pronuncia, 'sobre un régimen que asesinó a millones de judíos, que hizo del terror un estado normal y que transformó en su sangrienta antítesis todo aquello que desde siempre había estado unido al concepto de espírtu libertad y verdad', sólo puedo añadir que en vez de judíos debe ponerse alemanes del Este, y entonces igualmente puede aplicarse a uno de los aliados... "

Así pues, para Heidegger, la deportación (aceptada por los aliados occidentales) de los alemanes del centro y este de Europa al reducido territorio de la Alemania de después de 1945 era el equivalente exacto del asesinato en las cámaras de gas de judíos, eslavos y gitanos. No hay otra explicación para tal razonamiento que la tácita premisa de la superioridad racial. Para los racistas arios, la etnia germánica era hasta tal grado superior a los judíos que la emigración forzada de los primeros de sus hogares del este europeo era moralmente equivalente al asesinato en masa de los segundos.

En el debate internacional que siguió a la publicación del libro de Farías, muchos escritores se preguntaron cómo era posible que un gran filósofo fuera nazi y si un nazi podía crear una filosofía merecedora de la atención de la humanidad libre. Sin ánimo de menospreciar las razones de esos escritores, para mí las preguntas son ingenuas. El padre de la filosofía occidental, Platón, aceptó Gobiernos, y colaboró con ellos, que violaban todos y cada uno de los principios que hoy definimos como derechos humanos. Por lo que sabemos de la escasa documentación disponible, Platón, al igual que Heidegger, nunca se disculpó por sus creencias ni por su implicación moral en actos de tiranía y asesinato. Hasta hace muy poco, cientos de excelentes y mundialmente conocidos escritores justificaron o guardaron silencio sobre los crímenes de Josef Stalin, pues creían que, en términos generales, el régimen soviético estaba conduciendo a la humanidad hacia un futuro mejor.

El gran peligro de los ideólogos fanáticos de todo tipo es que anestesiaban a sus seguidores hasta en sus aspectos humanos más elementales. Tan pronto como alguien se convence de que un judío, eslavo, burgués o vagabundo urbano es un ser humano inferior, se abre la puerta a todo tipo de crueldad. Además, es, lamentablemente, un hecho que no existe necesariamente ningún tipo de relación entre la posesión de un gran intelecto y los buenos sentimientos. Ésa es, en mi parecer, una de las lecciones a aprender de Platón y Heidegger.

Gabriel Jackson es historiador. Traducción: Leopoldo R. Regueira.

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