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El investigador científico y el ciudadano

De todas las formas de conocimiento que confiesan su voluntad de predecir el futuro, la ciencia es, a pesar de todo, la de más prestigio. Los habitantes de una sociedad democrática tienen, en principio, la ilusión de influir sobre su propio futuro. La ciencia debería entonces interesar al ciudadano. ¿Interesa?Las encuestas realizadas durante este año en diversos países (por ejemplo, la publicada en el mes de julio pasado en la revista Nature o la recién publicada por la Generalitat de Cataluña) revelan una curiosa constante. Cuando se pregunta al ciudadano por su tiempo de ocio, o cuando se le emplaza a que enumere por orden sus preferencias culturales, resulta que el conocimiento científico apenas aparece. Sin embargo, si la pregunta se formula nombrando la ciencia de entrada, esto es, cuando se le pregunta en qué lugar de su interés figura la ciencia, entonces la respuesta suele mostrar altos índices de prioridad. Se diría que la ciencia, en principio, interesaría, pero, de hecho, no interesa. El ciudadano está dispuesto a interesarse por la ciencia, pero no lo logra. Sus deberes de ciudadano no le estimulan a ningún esfuerzo especial porque en el fondo de su alma no cree que su opinión sobre temas científicos -si es que algún día llega a tener alguna-, interese, a su vez, a los científicos, a los productores de ciencia, a los investigadores científicos. ¿Es cierto?

En este aspecto -y eso ya dice algo- no hay encuestas que consultar. El investigador científico intelectual es un personaje celoso de su tiempo, de su libertad intelectual y de su capacidad de concentración. El investigador deplora el analfabetismo científico del ciudadano. El científico sabe que la humanidad vive tiempos cada día más marcados por los beneficios y riesgos de la ciencia y que hoy no se puede ser un hombre de su tiempo sin un mínimo de conocimientos científicos. Pero me temo que el científico en general acepta la situación como poco menos que inevitable. Estar al día en ciencia no es lo mismo que estarlo en arte, en moral, en derecho... Se trata de otra preparación, otro tipo de compensación inmediata, otro esfuerzo, otra utilidad personal... Hay que resignarse- Si la ciencia sólo fuera para el ciudadano una especie de adorno cultural, la resignación se podría sellar con un largo suspiro final. Pero queda el otro y fundamental aspecto: ¿Hasta dónde quieren los científicos compartir sus responsabilidades, sus elecciones y decisiones con el resto de la población?

En una sociedad sin ciencia (sin comunidad científica investigadora) la cuestión de la influencia del ciudadano en el que hacer científico es una cuestión inmaterial, pero no es éste el caso de un país en el que una institución dedicada a la investigación cumple medio siglo. Aquí no hay una nimidad, pero sí se adivina una cierta tendencia. De un lado están los que temen obstáculos a la libertad de investigación, un incremento del aparato burocrático o un control por parte de una masa fácilmente manipulable con argumentos o campañas no precisamente científicos. De otro lado están los que no quieren sobre sus exclusivas espaldas la responsabilidad de los riesgos o la defensas de ciertas éticas. Los accidentes de las centrales nucleares, las perspectivas de la ingeniería genética, el sufrimiento inútil de animales en ciertas experiencias, la siempre tardía legislación y otros lances de la actualidad científica han puesto en marcha un curioso movimiento que ha nacido de las mismas entrañas de la comunidad científica: los científicos se reúnen para tratar estos temas (!).

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Primero proliferaron simples tertulias científicas, de éstas han surgido ciertas asociaciones con vocación de crear opinión científica, y hoy, cada día más, los científicos nos leemos unos a otros sobre estas cuestiones en la prensa diaria. La tendencia, buena tendencia, es ésta: los científicos no quieren estar solos. He aquí una conclusión: los científicos (entendiendo siempre por ello los investigadores científicos) tienden a creer que la educación científica del ciudadano es una necesidad de la sociedad democrática, pero se resignan a que ésta sea deficiente. ¿No existen ya todo tipo de excelentes publicaciones de todos los niveles? ¿No es cierto que tales publicaciones encima se venden e incluso se leen? ¿No se explotan ya todos los medios imaginables de la comunicación científica? ¿No existen ya todo tipo de espléndidos divulgadores, profesores y comunicadores científicos para todos los temas y todos los gustos? ¿Por qué no se conquista entonces una porción razonable del ocio cultural ciudadano para la ciencia? ¿Qué es lo que falla?

La cuestión no resulta difícil de analizar. La competencia por el tiempo de ocio del ciudadano es hoy en sí misma incompatible con la pretensión de estimular ejercicios de reflexión. Una décima de segundo para captar la atención, un segundo para retenerla, un minuto para ganar la concentración, un cuarto de hora para seducir... y luego formar, informar, crear libre opinión. Todo ello sin dejar de apasionar. ¡Qué nervios! Esto significa que el talante del seductor de ciudadanos debe evolucionar desde el publicitario hasta el académico, pasando por el del más genuino espectáculo. Existe un factor positivo en esta cuestión: resulta que la ciencia es efectivamente apasionante (cosa que no ocurre con todos sus eventuales competidores). No hay más que ver cómo les brillan los ojos a los investigadores cada vez que la naturaleza se digna a contestar una pregunta (un experimento tiene éxito). No hay más que ver con qué emoción el científico propone una descripción o una teoría (por si la naturaleza tiene a bien someterse a ella). ¿No hay más que ver? Pues ahí está quizá la clave. Eso es lo que no se ve. La ciencia es apasionante pero para los científicos. Los científicos todavía no han admitido que hay cosas que no se pueden delegar y que en absoluto tienen por qué ir en contra de su rigor, honestidad y dedicación.

Jorge Wagensberg es profesor de la facultad de Física de la universidad de Barcelona.

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