Freud y la medicina
Con motivo del cincuentenario de la muerte de Freud, en todo el mundo occidental -no sé si también en el soviético- se ha celebrado la genial e ineludible contribución de su obra al conocimiento científico de la vida humana, y, por tanto, a la configuración de: las disciplinas y actividades rnás o menos directamente relacionadas con ella: la psicología, la sociología, la antropología cultural, la literatura. Sin esa, obra no sería posible entender la historia reciente de nuestra cultura. Pero de la medicina en gemeral, no sólo de la medicina de las neurosis, ¿puede decirse lo mismo? Dada la importancia de la enfermedad en la vida individual y collectiva del hombre , tal vez no sea impertinente responder a esa interrogación en las páginas de un diario.Imaginemos que a todos los médicos de España -internistas, cirujanos, especialistas diversos- se les pregunta si la obra de Freud ha influido sobre su práctica. ¿Cuál sería la resputesta? Me atrevo a pensar que, salvo todos los psicoterapeutas y no todos los psiquiatras, la casi totalidad de los restantes respondería así: "Ni poco ni mucho ha influido. Para diagnosticar y tratar correctamente una neumonía, una apendicitis o un tumor cerebral, ¿qué necesidad tengo yo de, la obra de Freud?". Es cierto. En esos y en tantísimos casos, más, para nada -o para casi nada- es médicamente necesario tener en cuenta la obra de Freud. Y sin embargo...
Más allá de la teoría de lasneurosis, no menos de cinco son las novedades aportadas por Freud a la relación entre el médico y el enfermo, y, por tanto, a la práctica médica en general:
1. La incorporación de una dimensión nueva al diálogo entre el médico y el enfermo. Hasta Freud, el enfermo respondía al médico como testigo de sí mismo. Con Freud, el enfermo, además de testigo, debe ser intérprete de sí mismo: dice al médico lo que su enfermedad es para él; en definitiva, cómo la interpreta.
2. El descubrimiento de un nuevo territorio de la vida humana, el inconsciente, y su consecutiva aplicación a un conocimiento integral de la enfermedad. Con frecuencia, en ella tiene cierta importancia lo que en el enfermo ocurre más allá de su conciencia psicológica.
3. La atención hacia el componente instintivo de la vida humana, en tanto que factor importante en la génesis y en la estructura de la enfermedad. Otra cosa es que tal componente instintivo sea o no sea siempre instinto sexual, libido.
4. Un conocimiento más amplio y más profundo de la relación entre los aspectos psíquico y somático de la vida del hombre, hállese éste sano o enfermo.
5. La metódica ordenación del suceso de la enfermedad en la total biografía del enfermo. Ante cada caso particular, la expresión verbal de la experiencia del médico tiene que ser ahora -médicamente entendido y ejecutado, claro está- un relato biográfico. El esencial carácter narrativo de la intelección de la vida humana (Ortega, Marías) se hace muy patente en las historias clínicas de Freud.
En la década de los veinte, varios eminentes internistas alemanes (los integrantes de la que yo he denominado escuela de Heidelberg.- Krehl, Siebeck, Von Weizsäcker) pensaron que también, en las enfermedades no estrictarnente neuróticas sería iluminador y útil completar con las novedades aportadas por Freud los métodos tradicionales en la exploración del enfermo. Poco más tarde, en Viena, en esa línea se movieron los no menos eminentes médicory que en torno a sí congregó el urólogo 0. Schwarz. Y a partir de la II Guerra Mundial, un movimiento semejante, la llamada medicina psicosomática, surgió con brío en Estados Unidos. A partir de entonces, allí y fuera de allí alcanzó difusión punto menos que popular la palabra psicosomática, que antes de 1950 era, en la jerga norteamericana, un sixty-four-dollars-word, una palabra cuyo premio ascendía en los concursos radiofónicos, duplicándose sucesivamente, de dos a 64 dólares.
Promediado nuestro siglo, los auspicios para una fecunda y amplia penetración del freudismo en la medicina general no podían ser más favorables. Gracias a ella, el enfermo dejaría de ser un conjunto de órganos y aparatos, y -sin necesidad de que el médico aceptase íntegramente la ortodoxia del psicoanálisis- sería metódica y científicamente considerado como lo que realmente es: una persona afecta de enfermedad Prueba fehaciente de ello ha sido, entre nosotros, la espléndida obra publicística de Juan Rof Carballo. Sin embargo, tales auspicios no se han cumplido. ¿Por qué? A mi juicio, por dos razones principales.
Una sobresale: la creciente posibilidad de tratar con eficacia y rapidez, mediante recursos terapéuticos de carácter no psíquico -fármacos, cirugía, radiaciones, etcétera-, casi todas las enfermedades agudas Aunque la comprensión psicológica de un proceso neumónico o de un ataque de apendicitis añadiese finas notas nuevas al diagnóstico integral de la afección, ¿para qué entretenerse en detectar en el enfermo finuras psicológicas, cuando la penicilina o el quirófano resuelven en pocos días el problema de sanarle? Si todas las enfermedades se ajustasen a ese patrón, el empeño de hominizar técnica mente -con Freud o sin Freud- la intelección de la enfermedad no habría surgido en la mente del médico.
Ocurre, sin embargo, que las cosas no son tan sencillas. Junto a las enfermedades agudas están, en número creciente, las enfermedades crónicas. Más o menos neurotizada, la enfermedad crónica debe ser incorpora da por el paciente a la dinámica de su personalidad. Con otras palabras: como el jorobado tiene que hacer su vida contando con su joroba, así el paciente de una enfermedad crónica con la dolencia que padece. Y en tal caso, ¿podría el médico diagnosticar con integridad y tratar con suficiencia sin conocer el modo y el mecanismo de esa in corporación? ¿Y el logro de tal conocimiento sería posible sin una adecuada comprensión técnica -con Freud o sin Freud- del psiquismo del enfermo; esto es, sin la adopción de las novedades que Freud aportó al cabal ejercicio de la medicina?
Surge así la segunda de aquellas razones. Porque la socialización de la asistencia médica -irreversible si queremos ser fieles al imperativo de la justicia social, pero ineludiblemente conflictiva en las circunstancias actuales- impide en los consultorios públicos y en los hospitales que el médico dedique a esa faena el tiempo que por necesidad ella requiere Imagínese la situación del médico que en un ambulatorio de la Seguridad Social ha de atender en un par de horas a docenas y docenas de pacientes. Aunque se hallase técnicamente forma do para este modo integral de practicar la medicina, aunque fuese óptima su voluntad de atender a cada enfermo, ¿qué podría hacer? Dicho de otro modo: para el adecuado tratamiento de los enfermos cróni cos, más y más frecuentes cada día, ¿en qué medida habría de aumentar el número de médico y, en consecuencia, la cuantía del presupuesto de la Seguridad Social?
Comentando las Ideas sobre la filosofia de la historia de la humanidad, de Herder, escribía Goethe a su amiga Carlota von Stein: "Como Herder, tengo por cierto que la humanidad acabará venciendo [en su lucha por el progreso]; solamente temo que, a la vez, el mundo llegue a ser un gran hospital, con los hombres de una mitad convertidos en enfermeros de la otra". ¿Los habitantes del mundo actual estaremos a un paso de cumplir esa insospechable y clarividente profecía goethiana? La atención a los enfermos, la prevención de la enfermedad, el creciente número de los pensionistas forzosos, ¿impondrán a la población activa la obligación de emplear con tales fines la rmitad de sus ingresos?
A esta grave y acaso sorprendenté interrogación nos ha conducido el análisis de la deseable y todavía no realizada penetración de Freud -fiel o infiel a su ortodoxia- en la práctica general de la medicina.
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