Las multas
Alguien le ofreció un pastón por su viejo seiscientos y, finalmente, se decidió a venderlo. Lo miró por penúltima vez antes de entrar a sanear los impuestos de circulación pendientes. La memoria es incapaz por sí misma de conservar tantos recuerdos como los que caben en los objetos cotidianos, y sin embargo siempre terminamos vendiéndolos a peso. En la cola de la ventanilla percibió el ruido característico que estos últimos días hacen los desagües de la mente a punto de vaciarse. Sospechó que a fuerza de ver la historia desde el final ya nunca creeremos la historia como realmente fue: en un par de años resultará que los partidos comunistas nunca fueron comunistas, que Franco no es más que el título de una colección de cromos y que en Hungría siempre ha mandado una princesa llamada Sissí. Los camaleones de la historia nunca miran hacia atrás. Ya todo es presente. Y nos sentimos seguros y, engreídos de lo bien que nos lo hemos montado sobre nuestras propias ruinas. Pensó que ésta era la causa por la que finalmente se disponía a vender su coche viejísimo. Ya no sabía conducir seiscientos: ahora tocaba un GTI.Pero la Administración es nuestro elefante de la guarda y, en el momento previo a la compraventa, apareció en la pantalla toda su vida desglosada en un centenar de multas pendientes de pago con todos los detalles del día, la hora y el lugar de la infracción. Ahí estaba el aparcamiento ante el piso de aquella amante stendhaliana a quien los años arrebataron el nombre, la línea continua regresando de una de tantas reuniones clandestinas, el exceso de velocidad huyendo tras la octavillada, el vado prohibido ante el concierto de Quilapayun, el stop burlado entre la niebla del primer porro... Benditas multas perdidas que iluminan la arqueología de nuestra rebelión transida. Tal vez no somos nada, pero algún día fuimos. Tal vez todo ha quedado igual, pero hubo un día -hoy demasiado olvidable- en que creímos ser distintos para nada.
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