Zapatillas
El pequeñajo pidió para su santo unas zapatillas. La verdad es que me pareció una enternecedora manifestación de austeridad que pidiera sólo unas míseras zapatillas. Con una madurez y un sentido de la responsabilidad impropios de la infancia, la criatura velaba por nuestra economía, y me enorgulleció que no sucumbiera a la pérfida seducción del consumismo abyecto.Cuando yo tenía sus añitos, jamás se nos habría ocurrido a lo chavales pedir zapatillas por nuestro santo. Pedíamos zapatos relucientes, y estrenarlos constituía un acontecimiento. De entonces viene aquello de "más contento que un niño con zapatos nuevos". Sin embargo, las madres preferían comprarnos botas, que suponían más duraderas, y lamentaban que no las fabricaran de hierro, pues a los dos días ya llevábamos la suela desprendida de la puntera, al aire sus clavos herrumbrosos. La culpa no era sólo de la mala calidad de las botas, sino también de los balones, cuyo cuero poseía la dureza del pedernal. Un chut podía abrir una bota, y un balonazo podía abrir una cabeza. Al padre Tarugo se la abrió un balonazo en toda la tonsura, cierto día que irrumpió sin previo aviso en el recreo.
Fuimos a comprar las zapatillas y pensaba hacerle después al pequeñajo un bonito regalo para premiar su generosidad y su inocencia. Una vez en la tienda señaló las que quería, y cuando el empleado cantó el precio, de poco me da algo. ¡Caray con la austeridad del angelito! Unos mocasines a los que tengo echado el ojo valen menos. Intenté disuadirle, sugerí otras zapatillas más baratas, pero no aceptaba ninguna alternativa porque sólo ésas lucían la marca que calza un bigardo de la NBA.
Como al chico lo que en realidad le interesa de las zapatillas es la marca, volveré a la zapatería para afanar la etiqueta. Y la coseré a unas alpargatas de esparto. Y se las regalaré para su santo, en plan comando suicida. A ver qué pasa.
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