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Don yo y don otro

Al final del verano, y a causa de viajes, congresos y manifestaciones socioculturales inevitables, había sobrepasado mi máxímo histórico en más de cuatro kilos. Mientras lo lamentaba bastante, me encuentro con un amigo del alma que me conoce desde mi juventud y a quien había visto aún no hacía dos meses. Y me dice que no sólo me ve estupendamente, sino que me felicita por mi visible adelgazamiento. No deseo herirlo con un cuerpo contundente y decido ponerme a dieta. Yo siempre me pongo a dieta, igual que todas las semanas dejo de fumar, y me indigna la forma indecente en que Svevo, con fines de lucro, ha entrado descaradamente a saco en mis diarios íntimos.El caso es que, para demostración del dicho de que querer es poder, a comienzos del otoño había perdido los cuatro kilos sobrantes, quedándome sólo con los superfluos. Y me encuentro con otro amigo, el cual, mientras me pavoneo con una chaqueta extra large que había recuperado, me dice que me ve muy bien, aunque, pobre de mí, un poco más gordo. Sé que no he vivido una experiencia excepcional y que mis amables lectores se reconocerán en el protagonista de esta historia. La cual tiene importantes sesgos filosóficos porque atañe al debatido problema de la identidad y del reconocimiento de los idénticos.

Se da en efecto la circunstancia de que los seres humanos son capaces de reconocer a su padre, a su madre, a parientes, amigos y conocidos, así como el camino de su casa, incluso cuando tras un largo lapso de tiempo vuelven a ver un lugar, una persona o un objeto. Si eso ya no ocurre, nos hallamos ante trastornos bien conocidos, a propósito de los cuales circulaba hace tiempo una frasecita atroz: "No estoy tan mal en resumidas cuentas: todos los días me encuentro con un montón de gente nueva".

No pretendo abrir un capítulo de lógica de la identidad o de neuropsicología del reconocimiento, lo cierto es que, una vez que hemos conocido a una persona, en nuestra memoria se forma una imagen media de él o de ella, y cuando transcurrido cierto tiempo la volvemos a ver, juzgamos nuestra experiencia actual sobre la base de aquella imagen y emitimos nuestro juicio de identidad. El modelo mnemotécnico debe de haber retenido sólo algunas propiedades que percibimos como esenciales, en detrimento de otras, pues somos capaces de reconocer a alguien aunque se haya bronceado o se haya dejado bigote. En suma, ajustamos nuestra experiencia actual a nuestro modelo mnemotécnico. En ese ajuste, el modelo mnemotécnico suscita a veces en nosotros tales reacciones afectivas que, como los amantes saben, tendemos a sobresaltarnos cada vez que creemos reconocer por la calle (erróneamente) a la persona amada a lo mejor del brazo de un desconocido. Pero eso hace también que los amantes se juzguen recíprocamente guapísimos aunque el tiempo haya modificado (a menudo para peor) sus facciones.

Ésa es la explicación del fenómeno de los amigos que me encuentran gordo cuando he adelgazado, y viceversa. Me conocen tan bien, que me reconocen fijando su atención en unos cuantos rasgos esenciales, de forma que, como suele ocurrir, les parece que el reconocimiento ha sido un acto intuitivo, espontáneo, que procede más de mí (que estoy allí) que de su laboriosa actividad de ajuste. La verdad es que me tienen delante, pero con kantiana violencia me fajan, me envuelven, me traducen a los términos de la imagen mnemotécnica que cultivan desde hace tiempo, con ella me comparan y a ella se atienen. No es que la última vez me hayan visto más delgado o más grueso; es que, estuviera gordo o flaco, todas las experiencias anteriores que de mí han tenido han ido a enriquecer el yo ideal que habita en su memoria.

¿Cuántos miles de yoes o de nosotros ideales contribuimos a crear en el curso de nuestra vida? ¿Cuántos yoes andan de paseo por la memoria ajena? ¡Y yo que me esfuerzo por cambiar (y no sólo en el peso) el yo que soy ahora, mientras que me verán, reconocerán y juzgarán sobre la base de los yoes que he contribuido a engendrar acaso hace 20 años ... !

¡Oh pobre de mí! Me creo dueño de mi destino (porque querer es poder) y en cambio ando por ahí buscando oscura y esquizofrénicamente adecuarme al yo construido por el otro... No sé si las razones filosóficas serán buenas, pero he tomado una decisión: hoy, espaguetis con panceta, cochinillo y helado de nata, y luego unas copitas de un aguardiente añejo. Total, de mí se ocupan los otros; me queda sólo la libertad de decidir mi muerte.

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