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Paisaje con jeringuillas

Decenas de heroinómanos se inyectan cada día en un callejón del centro de Madrid

La muerte pasea todos los días por la acera izquierda de la madrileña calle de Monteleón. En el barrio de Malasaña, en pleno corazón de Madrid, a 20 metros de la plaza del Dos de Mayo y a poco más de 40 de San Bernardo, decenas de heroinómanos se dan cita cada día para inyectarse sus correspondientes dosis. El miedo a la violencia y a un posible contagio por las jeringuillas que pueblan el asfalto se adueña de la zona. Los vecinos se muestran impotentes y se quejan de tener una acera de su calle vetada, una acera que bordea una residencia de estudiantes y que finaliza en el instituto Lope de Vega.

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Luis dice que tiene 18 años, pese a que no aparenta más de 15, y se pone muy nervioso cuando se le pregunta por su adicción a la heroína. Odia la palabra yonqui (heroinómano). Viste una camiseta con dibujos de surf, unos pantalones azules de deporte y unas zapatillas de baloncesto muy caras; una ropa que, como él, ha tenido que vivir épocas mejores. Está acurrucado como un tigre entre dos coches aparcados en el lado izquierdo de la calle de Monteleón, en el tramo comprendido entre las calles de Daoiz y Divino Pastor, y manipula con inseguridad una ampolla de cinco milímetros de agua destilada, una jeringa estéril de polipropileno (más conocida como jeringuilla de insulina), y un papel burdamente doblado de apenas dos centímetros cuadrados. El papel, que contiene una dosis de caballo (heroína), baila en sus temblorosas manos al tiempo que de su boca sale una rica serie de exabruptos exigiendo intimidad.Después de inyectarse en el antebrazo 2.500 pesetas de jaco (heroína) está mucho más tranquilo. Cierra y abre el puño, bombeando sangre y droga, y cuando empieza a notar sus efectos esboza un sonrisa estúpida. "Es el segundo que me meto hoy", dice a las 17.30, "y con otro esta noche voy listo".

Ya se ha olvidado de que lo acaba de pasar muy mal. Antes de dar con la vena adecuada, con "la buena", ha probado con otras dos, en la tercera falange de uno de sus dedos izquierdos y en la muñeca de esa misma mano. "Pincho en hueso más que un torero malo", comenta, ajeno totalmente a la sangría que deja a sus pies. La jeringuilla, su aguja, la ampolla del agua destilada y el resto de utensilios quedan repartidos entre la acera y el asfalto, junto a los muros de la residencia de estudiantes María Auxiliadora, edificio colindante con la iglesia de San Francisco de Sales, y a pocos metros del instituto Lope de Vega.A las diez de la mañana ya pueden contemplarse espectáculos similares en esa acera, y su fin no llega hasta bien entrada la noche. La última muerte registrada por droga en esta calle se produjo el 20 de junio. La policía encontró el cuerpo sin vida de Jorge Martínez García, de 25 años de edad, en una vivienda del número 7. Su amigo Fernando Páramo Fernández, de 29, fue trasladado en estado muy grave al hospital Clínico. Aquel día murieron tres personas más en Madrid por la misma causa. En los siete primeros meses del año, la policía ha registrado 60 muertos por heroína en la ciudad, mientras que en todo el país la cifra supera los 250.

Luis asegura que los heroinómanos nunca han causado problemas a los vecinos, pero ellos no opinan de igual manera. "Nadie puede imponerme el camino por el que tengo que entrar o salir de mi casa", afirma una señora de unos 65 años visiblemente enfadada. "Todos conocemos a los que se pinchan enfrente de nuestras casas, porque además son los que están todo el día en la plaza del Dos de Mayo trapicheando. Pero nadie hace nada. Hace poco han dejado en la mitad de la plaza un viejo sofácama, y llevan tres o cuatro noches durmiendo en él sin que nadie les diga nada. Se están convirtiendo en los amos del barrio".

"Nos la estamos jugando constantemente", dice un farmacéutico de la zona. "Generalmente, los drogadictos que vienen a por las jeringuillas no son agresivos, al tener ya su dosis, pero como atendemos a tantos al cabo del día, las posibilidades de tener un disgusto aumentan". En las jornadas normales pueden vender entre 50 y 90 jeringuillas por farmacia, mientras que los días de guardia suelen llegar a las 200. En numerosas ocasiones, el mal menor es no cobrar, y el peor trago, contemplar "hasta qué punto puede llegar la dependencia física y psíquica de una persona joven a una droga".

"Las prostitutas y la gente que aún mantiene una relación familiar o profesional estable son los que buscan los sitios más raros para pincharse, como los pies o la parte de atrás de la rodilla", comenta una chica escuálida y demacrada, habitual de la zona. "Es la única forma de no parecer un colador". Los vecinos piensan que todo sigue como hace cinco años, pero que se le da menos importancia porque la gente tiene asumida la presencia de heroinómanos y traficantes. Forman parte del paisaje urbano.

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