Intercambio
Lo primero que aprendí de mi desconocido anfitrión veraniego fue su caligrafía de combate sobre una carta holandesa en cuyo ángulo superior izquierdo la reina Beatriz agonizaba bajo la tinta de¡ matasello. El hombre había leído en alguna revista especializada mi interés de alquilar una casa por ahí durante las vacaciones y me cantaba las excelencias de la suya. Eso debía ser por primavera, y a lo largo de un par de meses fue un constante ir y venir a los buzones con una lejana ilusión de enamorada. Total, nada. Me hacía confidencias de su hogar (interruptores díscolos, la gotera irredenta, el vecino servicial...), pero ni una palabra sobre él. Pensé que nunca llegaría a conocerle y que éste debía ser el punto de desencuentro lógico entre lo humano y lo inmobiliario.Bastó abrir la puerta de mi nueva casa, cargado de curiosidad y de kilómetros, para empezar a creer en el destino. Durante un par de días me transformé en un arqueólogo de los estratos de su cotidianidad. En los estantes aparecían los mismos libros, coincidíamos con la marca de ginebra en la nevera, en su correo llegaban también boletines de una asociación de solidaridad con Nicaragua y en la habitación de los niños colgaba el poster de un futbolista que el año pasado jugó con ellos y ahora jugaba para los otros. Tres días después, coincidiendo con una lluvia inoportuna, me calcé sus botas de agua. Después, sus zapatillas. Atendí las llamadas de sus amantes y me pareció absolutamente normal ponerme su pijama con su nombre bordado en el bolsillo.
A su regreso, el hombre se sorprendió de encontrarme todavía en su casa. Venía con ganas de sillón conocido y de sábanas amigas, pero alguien muy parecido a él le impedía el paso. Gritaba a los vecinos para que le reconocieran y ellos le cerraban la puerta en las narices. Se lo llevó la policía por alborotador y le entregó sus maletas, que ya eran mías. Un oficial me aseguró que aquel desconocido nunca más volvería a molestarme.
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