La claridad como cortesía
Se ha citado a menudo una frase de Ortega: "La claridad es la cortesía del filósofo". No recuerdo si éstas son las palabras exactas y no sé dónde figuran en las obras del autor, pero sé que si lo preguntara a mi amigo Antonio Rodríguez Huéscar, me daría cuenta y razón puntual de la frase, de si es exactamente o no como la acabo de escribir y en qué lugar, o lugares, de las obras de Ortega se encuentra. Rodríguez Huéscar no alardea de ser el mejor conocedor actual de Ortega. En rigor, no alardea de nada, aunque tendría sobrados motivos de hacerlo de muchas cosas, además del puntual conocimiento de los escritos de su maestro. Por eso no es tan conocido como merecería del que se llama público culto -el otro público no se interesa por las cuestiones que Rodríguez Huéscar trata, aunque podría interesarse por sus, por desgracia infrecuentes, escritos narrativos- Si este articulito sirviera para llamar la atención de mis lectores -que, tratándose de EL PAÍS, son más de los que acostumbro a tener- sobre este filósofo, ya habría cumplido una función nada desdeñable.Volvamos a la cuestión de la claridad. Quienes más a menudo han citado las palabras de Ortega -u otras parecidas- son los filósofos. Son también, por lo común, quienes menos caso les han hecho. La cláusula "por lo común" me protege contra la acusación de que estoy formulando denuncias indiscriminadas. Bastantes filósofos son claros, y algunos lo son -ya que comencé con Ortega, echaré mano de uno de sus adverbios preferidos- superlativamente. También me protege contra la posible acusación de que no tengo en cuenta que hay asuntos difíciles que no deben hacerse fáciles sólo por mor de una pretendida claridad.
Lo tengo muy en cuenta. Se ha disputado, y se sigue disputando, si todos los términos -cuando menos los nombres- de un lenguaje cognoscitivo son originariamente referenciales o si algunos son referenciales y otros no, o más bien si ninguno lo es, porque todo texto remite a otro texto, de modo que... etcétera, etcétera. Es posible (y aun probable) que en el curso de estas disputas el asunto se enrede más de la cuenta y que, al final, todo parezca oscuro. Algo similar ocurre con otros debates filosóficos: ¿puede haber cuantificadores susceptibles de ser interpretados sustitutivamente? ¿Es éticamente justificable adoptar un punto de vista consecuencialista? Pero a menos de querer embrollar las cosas por mor de embrollarlas, o a menos de proceder como el calamar, que enturbia las aguas a su alrededor para confundir a su predador, lo que se dice en el curso de estos debates puede, a la postre, entenderse: sólo que hay que conocer bien de qué se trata y estar familiarizado con cierto vocabulario. Lo mismo, y a mayor abundamiento, sucede en las ciencias: no se va a pretender que nos resulte claro de buenas a primeras en qué consiste la teoría de Yang-Mills, cómo operan los genes recesivos o qué se entiende por conjuntos de Mandelbrot. Pero no es porque estos asuntos sean oscuros o confusos; es que son simplemente muy difíciles.
A estas alturas estamos tentados de concluir que puede haber una claridad buena y otra mala, así como una oscuridad buena y otra mala. Pero no es así. La claridad es siempre buena, pero no hay que equipararla necesariamente a la trivialidad. Y la oscuridad es siempre mala, pero no hay que identificarla siempre con la profundidad.
Lo último es lo que hacen los filósofos que se resisten a seguir la recomendación de Ortega. Desde luego, ser claro no es fácil si a la vez no se contenta uno con ser completamente trivial. En cuanto se aspira a ir un poco al fondo de una cuestión, es fácil perder pie y terminar chapoteando en una ciénaga que tiene muy poco que ver con la "oscura noche del alma" -en verdad las "dos maneras principales de noches" por las que, según san Juan de la Cruz, tiene que pasar "un alma" para llegar al estado de perfección- Estas son cosas muy alejadas de las que ocupan la atención de filósofos y científicos. Y que no se me citen frases de autoridades del pasado como la atribuida a Emerson (traduzco algo libremente): "Una consistencia [lo mismo cabría decir de la claridad] es una superstición propia de mentes angostas", porque en rigor Emerson dijo (sigo traduciendo libremente): "Una consistencia meramente estúpida es una superstición propia de mentes angostas como las de los estadistas de poco calado o las de los filósofos y teólogos". Pero aunque hubiese dicho literalmente lo que se le atribuye que dijo, no habría por qué seguirlo al pie de la letra.
¿Por qué, pues, faltar a la cortesía con la oscuridad? Pues porque ésta, al igual que algunos de sus sustitutos -la confusión, la contradicción, el caos-, parece ejercer en ciertas épocas, o en ciertos grupos, una singular atracción. Con ella todo adquiere un cariz más interesante, más inquietante, más fascinante. Más profundo, vamos. El frisson intelectual queda asegurado. Es como si nos dijeran: "Aquí no se seduce a nadie con pretensiones de rigor, precisión y otras virtudes intelectuales pequeño-burguesas. Que nadie pregunte ¿y por qué no? Nada más que preguntarlo es sospechoso. Si la claridad es una cortesía, la descortesía se impone".
Yo, francamente, prefiero la bueria educación.
Corroboraré mi preferencia acudiendo a dos filósofos catalanes jóvenes a quienes no creo que quepa acusar de insustanciales.
Uno es Xavier Rubert de Ventós, quien ha defendido la tesis -en apariencia contraria a la aquí sustentada- de que, por lo menos en filosofía, conviene "ver oscuro" ("veure-hi fosc", como reza el original, es más jugoso, pero no me meteré en honduras). Esto quiere decir, por lo pronto, "no ver claro". Pero, ¿cómo puede decir este filósofo semejante barbaridad? ¿No será un oscurantista peligroso? No, y la razón es la siguiente: si vemos claro, o creemos ver claro, terminan nuestras labores y decidimos no dar un paso más adelante -¿para qué si todo era tan nítido?- Pero entonces, "ver oscuro" significa sencillamente no pretender que uno ha encontrado ya lo que buscaba. Significa querer seguir adelante, no tomar como pretexto una claridad pretendida para (como decía Peirce) "bloquearse el camino de la investigación". De modo que, guiados de la mano de este filósofo enaltecedor del ver oscuro, advertimos muy claramente en qué medida puede resultar a veces perjudicial la claridad. Lo realmente perjudicial no es ésta, sino su pretensión.
El otro filósofo, Josep-Maria Terricabras, se opone explícitamente a las tesis -que son, en puridad, métodos o criterios- de su colega y da a entender que éste confunde la perplejidad psicológica, el "no verlo del todo claro", con la perplejidad lógica, que sólo se resuelve disolviéndola. La primera puede ser conveniente, y hasta indispensable, pero sólo hasta que la despejamos y nos colocamos entonces en disposición de "ver realmente claro".
Ahora bien, lo que me importaba al confrontar entre sí, sin pedirles permiso, esos dos filósofos, era poner de relieve que todo lo que dicen sobre la claridad y la oscuridad, incluyendo la conveniencia de la última, lo dicen siempre de un modo perfectamente claro. En ningún momento han olvidado que la claridad es la cortesía del filósofo.
No sé si el lector encontrará todas estas razones claras -seguramente que ello dependerá no sólo de quién sea el lector, sino también de cuáles sean sus intereses, en qué disposición se halle en el momento de leer estos párrafos y otras condiciones y circunstancias que hacen que, y espero que esto no sea oscuro, la claridad ("psicológica", como agregaría Terricabras, pero yo creo que hay en el asunto algo más) sea función de muchos factores.
En otras palabras, si uno se empeña no sólo en no ver claro, sino en seguir no viendo claro jamás, todo, hasta lo más luminoso, le parecerá impenetrable.
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