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Tribuna:SUCESOS CIVILES
Tribuna
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La fiesta y la nada

Siempre que llegan estas fechas disolventes y neurasténicas que invitan a todos a ser felices como bestias, con esa clase de felicidad que consiste en pasarlo mal por culpa de lo que jamás conseguiremos y que sin embargo se ofrece, las fiestas se multiplican. A eso de las nueve o diez de la noche, un editor, una firma publicitaria o una actriz inflamada por un éxito reciente se convierten en los administradores de un presunto cachondeo colectivo. Por diferente que sea la organización o el talento de los anfitriones, todas estas jaranas tienen un lazón común: nunca pasa nada. Ni siquiera se disfruta o se pelea. Nada. La fiesta nocturna y estival del Madrid contemporáneo se caracteriza porque la gente va allí a estar, preferiblemente a sentarse y en ningún caso a tantear al amado sexo enemigo, bailar o tirarse a la piscina. Los encantos fundamentales residen en la forma de cruzar las piernas sobre una silla de rejilla, mostrar una liga de calcetín que hace furor en el Village o sostener la copa con un dedo meñique apuntando en forma hortera a un infinito de dirección única. En la antigüedad, o sea, hace tres o cuatro años, las fiestas acababan mal o acababan bien, se conseguía lo que se quería o se perdía lo que se tenía. El sexo y la conversación formaban parte de la herramienta con que uno caminaba hacia el desmadre y también la herramienta con que uno podía hacerse daño. Todo podía pasar, excepto que nunca pasara nada.Días atrás hubo ocasión de asistir a un festejo encargado por una firma del mundo de la publicidad en el que se celebraba un galardón de nivel internacional. El profano, cuando se mete en el mundo de los publicitarios, suele sorprenderse de lo bien que hablan del subconsciente (no sé si ya se llama así), de la eficacia simbólica, de los flujos emocionales y otros saberes esotéricos. Da la impresión de que el gremio de publicitarios es, hoy en día, el depositario de un saber ecuménico del tipo que poseían los monasterios en la Edad Media. Con la diferencia de que aquí todo está abierto al público y todo depende de ganarse al público. Puestas así las cosas, parecía esperable que sorprendieran a los invitados con alguno de los fenómenos que ellos dominan tan bien: un cierto soterrado manejo de las emociones, evocación ambiental del sexo, chispazos escenográficos, repertorio diverso con cambios de ritmo, lo que fuera. Nada de eso. La gente entraba por una puerta a una especie de corralada que hay por encima del Hipódromo, se quedaba mayormente de pie contemplando a los otros, sostenía el vaso, comía croquetas al estilo de Entrevías, de vez en cuando se daba una vuelta por la corralada para regresar al punto de partida y, finalmente, salía por la misma puerta que había entrado con las croquetas a medio digerir o digeridas totalmente por el ácido de un pasmoso aburrimiento. Ni música, ni piscina, ni pantallas, ni neones. Sólo estar, mirarse y conversar con ese estilo de gente que se encuentra por casualidad en la terraza del balneario. Lo único que recordaba los anuncios o cualquier otro espectáculo eran los propios publicitarios que parecían calcos de los ejecutivos que pintan los seriales norteamericanos. Todos salidos del mismo pincel, de la misma peluquería y hasta de la misma madre.

Más sorprendente fue todavía la fiesta de una reputada actriz en la que nada más aparecer te sentaba a la mesa del comedor con los restantes invitados y delante de una mezcla de su invención, mientras su marido filmaba el desmayo reinante con una cámara de vídeo comprada con el feliz producto de los éxitos de la cónyuge. El número final consistía en ver por la pantalla del televisor lo que el novel realizador había ejecutado.

En cuanto a las fiestas de artistas menos faranduleros como literatos y pintores, que últimamente se han dado muchas, no puede decirse de ellas que sean aburridas. Más exacto sería decir que no son en absoluto. El anfitrión te recibe en la puerta, te besa y abraza, te da de comer y acto seguido tiende a despedirte por temor de que los niños de la casa se desvelen.

Creo que de aquí a poco volveremos a la escena tradicionalmente hispánica del personal que se divierte solo ante la barra de un chiringuito y que, a partir de cierto momento, es recogido por el servicio y depositado blandamente en las aceras nocturnas. Eso, por lo menos, hace que el cuerpo se menee.

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