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A nuestros dirigentes les falta humor

Miro la pequeña pantalla, hojeo los periódicos, asisto a alguna reunión donde está presente algún político conocido, y no veo más que caras serias o, cuando mas, sonrisas estereotipadas. Si escuchamos sus palabras en actos públicos o en las Cortes, nada oímos que dé sensación de tomar las cosas con humor y fairplay, y lo mismo ocurre con sus declaraciones en mítines o en la Prensa.Antes nos enterábamos a bombo y platillo de las palabras de Alfonso Guerra, envueltas en humor negro, pero hace tiempo que poco sabemos de sus aceradas críticas, salvo un poco durante la campaña electoral europeísta. Casi añoramos también el poco feliz humor de los vulgares chistes de Manuel Fraga en el Parlamento.

Algún otro adopta en la pequeña pantalla una sonrisa estereotipada con la que parece estar dándonos una lección para párvulos. Se usa sólo una sonrisa sardónica, que es "una distorsión del rostro sin alegría en el corazón", como la definía el célebre doctor Johnson. Es una enfermedad más que una expansión natural, llamada con ese curioso nombre por el rictus que producía una planta venenosa de la isla de Cerdeña.

Y a nuestros obispos, ¡cuánto les cuesta reír cuando salen en televisión! Ponen una cara de circunstancias que da la sensación que la mitra, y más todavía el capelo cardenalicio, les apagó todo sentido del humor distendido y alegre.

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Y si dirijo la vista a nuestros líderes sindicales -lo que es mucho más explicable que en otros dirigentes-, sus rostros semejan al de los asistentes a un funeral, salvo la sonrisa satisfecha de su propia postura patriarcal de Marcelino Camacho.

Los de arriba han perdido el humor, si es que alguna vez lo tuvieron. Porque humor no es ir -para hacerse los jóvenes- a una discoteca dando el espectáculo de caerse en la pista o viajar en lujosos yates de, amigos potentados, sino dar al trabajo político o religioso un sentido de vitalidad comprensiva y alegre, que les haría acertar más en el dificil cometido que tienen.

Si están tan serios y ponen cara angustiada es diricil que puedan acertar, porque pierden toda creatividad.

También hay pocos santos alegres. ¿Por qué? Porque los burócratas del Vaticano, que son quienes los eligen, no lo son.

A mí siempre me han gustado aquellos pocos santos que, como san Simeón el Loco, producían la Maridad de sus conciudadanos; o san Pascual Bailón, que saltaba descompasadamente de alegría delante del altar; o santa Teresa, que embromaba a su director espiritual, el serio padre Gracián, y llamaba a los jesuitas "aves nocturnas" y a los de la Inquisición "cuervos"; o san Felipe Neri, que tomaba el pelo en Roma hasta a los cardenales; o san Juan Bosco, alegre bromista que, por ello, sus serios colegas le tomaron por loco y quisieron encerrarle en un manicomio.

Pero no creamos que el humor es irreflexión o disipación, ni tampoco lo contrario, porque la so¿iedad burguesa de nuestra época de yuppies es lo más opuesto al sentido humorístico. Como no lo es tampoco la ironía hiriente ni el sarcasmo que autosatisface nuestros peores sentimientos.

El severo puritanismo superficial del franquismo, que exigió las más ridículas nimiedades sociales, degeneró en un moralismo falso demasiado hipócrita que no dejó ningún poso positivo. Sus actitudes de falsa austeridad recuerdan la despectiva contestación de aquel serio hombre de negocios al Principito de Saint-Exupery, y que hoy podían repetir nuestros yuppies: "Tengo mucho trabajo, soy un hombre serio, y no me puedo entretener en niñerías".

"La alegría tiene una causa profunda: saber que el mundo es bueno por el hecho de que existe" (F. Marz). Y hay humor "cuando, a pesar de todo, uno se ríe". Ese a pesar de todo no es la ingenua aceptación de todo, sin distinguir entre lo malo y lo bueno; es aceptar la realidad para superar sus defectos activamente, pero sin angustia. Incluso hemos de tener la valentía de equivocarnos, como recomendaba Hegel, pero sabiendo que la diferencia entre el tonto y el inteligente está en que este último hace todo lo posible para salir de su error, después de haber tenido también la valentía de reconocerlo.

No caigamos en la tentación de decir a nuestros hijos, como hacían los puritanos: "No estás en el mundo para divertirte". Porque hasta al severo Heráclito se le escapó confesar que "el curso del mundo es un niño que juega" (Diels, fragmento 52).

Freud estudió cuidadosamente el humor, y se dio cuenta de que su práctica evitaba "un derroche de ernotividad" producida por la cólera, la frustración, la envidia o el resentinúento que nos envuelven en el mundo actual.

Hemos de aprender a vivir la vida con sus pros y sus contras, sin angustiarnos ni evadirnos de ella, adoptando el consejo de Demócrito y Epicuro de dirigirnos por ella con la hilaritas mentis, que nos impedirá caer en el egocentrismo, o en el afán de posesión indiscriminada, o en el deseo de figurar, o en el trabajo sin alegría. Hemos de aprender a usar de la ironía con nosotros mismos, sin darnos tanta importancia.

Los creyentes verán así el mundo como el teatro de la gloria de Dios, porque Dios es "un creador que juega con sus criaturas", como enseña a uno el antiguo cristianismo y el Vedanta. Aquél, con sus predicaciones cuaresmales esmaltadas de chistes para quitar dramatismo a aquellos serios recuerdos, y organizando las estruendosas fiestas de locos. Y ahora, leyendo el cristiano humor de Cabodevilla en su libro La jirafa tiene ideas muy elevadas o la teología llena de paradójico humorismo del jesuita indio Anthony de Mello.

Convirtamos la ética en estética, la teología de la cruz en teología de la resurección y el trabajo en un juego, como quería Fourier en contra del pesado pesimismo de Marx.

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