Las reglas del juego
EN LOS análisis realizados por el Partido Popular (PP) y, sobre todo, el Centro Democrático y Social (CDS) de sus malos resultados electorales en las europeas se pone gran énfasis en la influencia distorsionadora de TVE a la hora de conformar las opciones de los electores. Y otro de los grupos de centroderecha perdedores, la coalición nacionalista de Jordi Pujol, se ha apresurado a destituir al director de TV-3. El debate sobre el papel de la televisión pública en las elecciones circula por lo general entre dos actitudes simétricas y ambas poco razonables. De una parte, la de quienes sostienen que es poco menos que inevitable que quien está en el poder manipule los medios públicos en su beneficio, y remiten la corrección de esa situación al equilibrio que resulte de la existencia de cadenas privadas de televisión, y, de otra, la de quienes consideran que esa manipulación corrompe de tal manera el sistema democrático que cuestiona la legitimidad de los resultados electorales.En los países en que la democracia forma parte desde hace generaciones de los valores y pautas de comportamiento cotidianos se da por supuesto que el sistema tiene defectos, bien de fabricación -la legislación electoral, la coexistencia de instituciones electivas con otras que no lo son, etcétera-, bien de aplicación. Pero a nadie se le ocurre impugnar por ello la validez de todo el sistema o de los resultados electorales que produce. Precisamente la aceptación no dramática de que la democracia es un sistema imperfecto es su mejor garantía de viabilidad. Ello no impide la crítica a esos defectos, pero sin que de ella se derive el permanente cuestionamiento del marco general. Aquí, por el contrario, existe cierta tendencia a la puesta en abismo de tales críticas. Y constantemente se amenaza con romper la baraja. Con frecuencia, además, las denuncias con que se trata de apoyar el argumento resultan tan desmesuradas e increíbles que desacreditan la crítica misma, anulando por reducción al absurdo los efectos del conjunto de las denuncias, incluidas las que sí tienen fundamento.
Porque ciertamente, y con independencia del uso demagógico o abusivo que de la denuncia pueda hacer una derecha necesitada de consuelo, existen motivos para la queja. El actual modelo de funcionamiento de la televisión pública es bastante perverso. El nombramiento del director general por parte del Ejecutivo y la composición en base a criterios de representación parlamentaria del Consejo de Administración lastran enormemente las posibilidades de ese medio para convertirse en cauce de expresión del pluralismo de la sociedad. Ello se manifiesta de manera más acusada en períodos electorales. Los intentos de evitar los excesos del oficialismo mediante la atribución a los partidos de cuotas de presencia en pantalla en función de su representación parlamentaria han resultado artificiosos y sólo han servido para encorsetar aún más el medio. Lo de la víspera de las elecciones en TVE, cortando al orador que intervenía en el momento en que alcanzaba los segundos previamente asignados, rozó el ridículo. ¿Quién se imagina a un periódico organizando sus reportajes preelectorales a base de adjudicar una página al partido mayoritario, media al primero de la oposición, un cuarto al siguiente y así sucesivamente? Que no llegasen a realizarse los debates previstos refleja incompetencia de los responsables, pero también la perversidad del modelo.
Para evitar la repetición de situaciones similares, conviene abrir un debate sobre el modelo consagrado en el Estatuto de RTVE, centrado en la necesidad de su desgubernamentaliz ación. Paralelamente parece conveniente que los partidos busquen, ahora que hay tiempo, un acuerdo de principio a aplicar en las próximas elecciones que evite la exasperación pre o poselectoral y que permita a los periodistas de los medios públicos el cumplimiento de su misión con la independencia que el sentido común impone.
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