Identidades cambiantes
En tiempos de crisis, o de rápida transformación social, lo que antes se nos aparecía con la solidez de lo natural revela de pronto la fragilidad de lo convencional, del puro artificio humano. "Todo lo sólido se desvanece en el aire", en la redonda expresión de la versión inglesa del Manifiesto, más deudora de Samuel Moore que de los propios Marx y Engels. Son tiempos en los que parece posible enfrentarse a la realidad social sin los espejismos que crea la rutina, momentos que deberían permitirnos así ir al fondo de las cosas y tomar esas decisiones drásticas que en tiempos de estabilidad la simple inercia hace inimaginables.Como cuando una tragedia familiar o un fracaso profesional quebrantan las aparienciasde la normalidad personal, los tiempos de crisis parecen ser el momento adecuado para cambiar de rumbo, hacer balance y fijarse nuevas metas. Pero no es tan fácil, como también habrá comprobado quien haya vivido personal o indirectamente uno de esos momentos de crisis individual. Pues a la vez que se derrumba el mundo cotidiano se viene abajo la propia identidad, y quien no sabe quién es mal puede decidir qué quiere hacer con su futuro.
Así sucede también en tiempos de crisis social: las identidades colectivas entran en bancarrota, y los sujetos se mueven en una situación creciente de incertidumbre. No saben lo que pueden esperar, pues sus formas tradicionales de actuación ya no les garantizan los resultados esperados. Se producen, por tanto, oscilaciones, tanteos,inseguridad. Los proyectos a largo plazo se ven desplazados por cálculos sobre el interés inmediato, y en esa apuesta ciega por una seguridad a la que aferrarse los sujetos se cierran a menudo sus mejores posibilidades de futuro.
La crisis de los años setenta reveló los límites del modelo de crecimiento de la posguerra, pero puso también en crisis las grandes identidades colectivas. La clase trabajadora tradicional dejó de verse como protagonista del crecimiento económico y pasó a una posición defensiva, reflejo de la nueva inseguridad creada por el desempleo, la quiebra de las industrias antes en auge y la congelación salarial. Y desde esa posición defensiva se enfrentó a las clases medias urbanas, sus aliadas en la fase de consenso socialdemócrata, en un intento de conseguir defender su nivel de vida, y su vieja identidad, mediante movilizaciones y huelgas.
El carácter de las huelgas como mecanismo de defensa obrera se ha alterado espectacularmente en el último siglo, como tantas veces se ha señalado. Hoy la huelga no se hace contra la patronal, sino contra los usuarios, contra el resto de los ciudadanos. Incluso cuando no existe necesidad de que la huelga afecte a terceros, se busca que sea así con medidas espectaculares: bloqueando el tráfico, paralizando el comercio. La lógica de la huelga no es ya dañar los intereses patronales, sino tomar a sectores sustanciales de la población como rehe-
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nes para obligar a la patronal (a menudo, el propio Estado) a ceder.
Esta lógica de confrontación es eficaz en resultados económicos inmediatos, pero conduce a resultados sociales desastrosos: los afectados por las huelgas (a menudo, trabajadores a su vez) dejan de identificarse con los huelguistas y sus organizaciones, y pasan a verse como clase media. Así, la coalición socialdemócrata se rompe, y esas nuevas clases medias, definidas por su antagonismo frente a la clase obrera a la defensiva, se convierten en base potencial para una nueva mayoría conservadora. La crisis de la identidad obrera lleva a la emergencia de una nueva identidad antiobrera, bajo la que se reconoce un amplio sector de trabajadores asalariados cuyo lugar natural, en otro caso, estaría a la izquierda.
Hace pocos años, una amiga mexicana perdió los nervios ante la insensibilidad social de un primo suyo, rico de nacimiento y yuppy en ascenso, y le acusó, con manifiesta ingenuidad, de no creer en la lucha de clases. "Pero qué dices", se burló el otro, "si precisamente la estamos ganando". No es exagerado decir que, en efecto, la han estado ganando en muchas partes del mundo a lo largo de la última década. Pero ha sido gracias a una crisis de identidad que ha permitido el enfrentamiento y la división de los trabajadores, escindidos entre la vieja identidad obrera (en disolución bajo las transformaciones del sistema productivo) y la falsa identidad de clase respetable que la nueva derecha ha sabido ofrecer a un conglomerado de nuevos trabajadores y clase media asalariada.
A corto plazo, esa clase respetable ha obtenido ventajas: reducción de los impuestos y, por tanto, superiores ingresos líquidos, consumo fácil, euforia individualista. El crash de 1987 fue un aviso de que el espejismo podía ser breve, algo que ya habían experimentado en carne propia las clases medias chilena y argentina, que vivieron el ascenso y la quiebra del modelo neoliberal, los tiempos del dólar fácil y la posterior llegada del ajuste y la crisis. Pero esa alianza neoconservadora está ya asentada, y será tarea de años reconstruir la alianza socialdemócrata en los países en los que se ha afirmado la sociedad dual, la sociedad que margina a grandes sectores de la clase obrera tradicional junto con jóvenes, parados y minorías, dejando a una mayoría instalada en el consumo narcisista, en el paraíso artificial de una prosperidad sin fundamento.
No es evidente, sin embargo, que ése sea el futuro inevitable. Cabe apostar por la superaciónde la crisis de identidad, por construir una identidad de clase trabajadora amplia, cuyas señas ya no sean el mono y la fábrica tradicionales, pero que siga manteniendo el orgullo de vivir del propio trabajo y desdeñe la tentación (la ostentación) del dinero fácil, la especulación y el esnobismo. Este país ha empezado demasiado tarde y está yendo demasiado deprisa para que sea fácil pararse a reflexionar, pero estamos precisamente en el momento de hacerlo, en el momento de elegir nuestra identidad colectiva y de evitar que la transición a una nueva sociedad suponga la ruptura entre viejos y nuevos trabajadores.
Es fácil decir que la vieja conciencia de clase ha desaparecido o ha quedado en pura nostalgia reactiva: pero aquí y ahora es preciso construir la nueva conciencia de clase, combinando modernidad y solidaridad. Porque este espectáculo de trivialidad y egoísmo mal disfrazados de posmodernidad, esta atroz exhibición de riqueza especulativa y lujo ostentoso, de amoralidad e incultura, no pueden, no merecen seguir siendo el signo de nuestro tiempo, aunque hayan reinado durante la década del diluvio neoconservador. Hay que recordar a los nuevos trabajadores que es mucho más lo que les une (social y moralmente) a la tradición del movimiento obrero que lo que a corto plazo puede ofrecerles el modelo neoconservador de sociedad. Y hay que pedir a los trabajadores tradicionales que no se equivoquen a la hora de buscar sus enemigos, más allá de las anécdotas. No es tan dificil saber, a fin de cuentas, y por mucho que hayan cambiado las cosas, quiénes viven de su trabajo y quiénes aspiran a seguir viviendo del ajeno; quiénes producen y quiénes, hoy más que nunca, especulan ante los ojos de un país tan estupefacto que con frecuencia parece fascinado.
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