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Conflictividad ferroviaria, ¿a quién beneficia?

Ante la situación de conflictividad que atraviesa en estos momentos Renfe, su presidente afirma que la dirección de la empresa ha tratado progresivamente de aproximarse a las reivindicaciones sindicales, superando incluso el límite de los compromisos que en disponibilidades económicas tiene contraídos. Señala, asimismo, que la necesaria modernización que ha de registrar la compañía puede frustrarse por una larga conflictividad laboral y se pregunta finalmente sobre el soporte ideológico de las reivindicaciones y los beneficiarios de la situación.

La prolongada conflictividad laboral que padece Renfe desde hace dos meses, con huelgas de 24 horas justamente en las fechas más propicias para los viajes y paros intermitentes en estas últimas jornadas, está provocando un clima de sorpresa, estupor y hasta de creciente indignación en la opinión pública, que probablemente no alcance a comprender del todo las razones de esta situación.Personalmente puedo y tengo que decir que yo tampoco, porque, en nuestro caso, en este dilatado proceso en que se ha convertido la negociación del convenio colectivo de Renfe, no ha existido nada que pueda calificarse seriamente de obcecación empresarial.

Desde una oferta inicial razonable, punto de partida válido para una negociación, Renfe ha tratado progresivamente de aproximarse a las reivindicaciones sindicales, superando incluso el límite de los compromisos que en disponibilidades económicas tiene contraídos con el Gobierno y con la propia sociedad, que, en su conjunto, no es muy proclive a admitir aumentos salariales inmoderados.

Esfuerzos empresariales

Desafortunadamente, los hechos no se han desarrollado conforme a la lógica, y nuestros esfuerzos negociadores tampoco han tenido compensación alguna. Muy al contrario, la última oferta que Renfe hizo a los representantes sindicales representaba un aumento salarial superior al 6% y otras compensaciones que creo que no es necesario desmenuzar para no abrumar al lector con detalles. Objetivamente analizada, era una buena proposición que fue frontalmente rechazada, porque la parte contraria -y no me gustaría llamarla así- se ha empeñado en plantear como cuestión esencial puntos atípicos en la negociación de un convenio colectivo y que supondrían evidentes injerencias en la gestión empresarial.

No sería lícito ocultar que esta situación está provocando grandes y graves daños económicos en la empresa, a pesar de que esta confesión pública pueda envalentonar a determinados líderes sindicales y confirmarles el éxito que sus acciones han tenido en ese sentido.

Pero, como la responsabilidad en los actos forma parte de nuestro propio oficio, es oportuno que la opinión pública conozca que hasta ahora las huelgas le han costado a Renfe -es decir, a toda la comunidad- 4.000 millones de pesetas. Cifra estimable en cualquier caso, pero mucho más para una empresa que en los últimos años ha procurado compatibilizar la mejora del servicio ferroviario con una reducción de sus costes. Y con buen fruto, por cierto, porque en el ejercicio 1988 conseguimos ahorrar al contribuyente 9.000 millones de pesetas, expresión de un objetivo continuado que, en los últimos cinco años, ha reducido el coste social del ferrocarril en 50.000 millones de pesetas. Es un dato para la reflexión.

Pero están apareciendo peligrosas nubes en el horizonte, porque a estas pérdidas reales hay que añadir las no menos reales derivadas de la propia pérdida de clientes del tren que como consecuencia directa de la desconfianza en el medio por sus continuas interrupciones opten por otras formas alternativas de transporte. Y no creo rayar en exageración alguna si se considera que el ferrocarril tiene unas fechas y temporadas del año en que obtiene sus mayores ingresos.

Algunas de ellas ya las ha perdido -más bien desperdiciado-, y la más importante para la compañía -la temporada de verano- puede malograrse por la amenazante conflictividad. Es precisamente en las fechas de fuerte demanda cuando la empresa ferroviaria puede aumentar sus ingresos de forma sustancial. Si en esas etapas el tren está parado no es posible confiar en que el Gobierno y la propia sociedad le otorguen su permanente confianza. Probablemente, el análisis sea crudo, pero es real.

Y mucho más considerando que el tren tiene que convertirse en un medio de transporte competitivo si aspira a un cierto protagonismo en el nuevo siglo. De ahí que todas las iniciativas de transformación y modernización de Renfe estén orientadas a convertirla en una compañía que funcione en abierta competencia con otras que concurren en el mercado del transporte, admitiendo, por principio, que los clientes del tren hay que atraerlos con las mismas técnicas e idénticos servicios con que otras empresas aumentan los suyos. La alta velocidad, el confort, las atenciones al viajero, la creación de nuevos productos, el cultivo de la calidad en todos los servicios, no tienen otro objetivo que la propia consolidación y expansión del ferrocarril. Y esto exige una gestión empresarial que rompa ciertos hábitos funcionariales, algunas inercias, y crear una nueva cultura empresarial que comprometa a todos sus empleados. En definitiva, un proyecto total de modernización que puede frustrarse por una larga conflictividad laboral.

Razones últimas

Porque, no cabe engañarse, ¿qué es lo que está impidiendo la firma del convenio de Renfe? ¿Cuál es el verdadero desacuerdo entre empresa y sindicatos? ¿Dónde están las intransigencias reales? ¿A qué obedecen? ¿Qué piensa, qué desea, qué exige el colectivo de trabajadores?

Las respuestas, aparentemente claras y quizá no lo suficientemente contundentes por nuestra parte, han venido siendo publicadas en las últimas semanas.

Pero la razón real, la razón de ser de este clima de conflictividad -que ya empieza a protagonizar una crónica de sucesos más que laboral- está en el temor al peligro de una especie de privatización maléfica que dé al traste con tantos y tantos años de tradiciones, esfuerzos y valores supuestamente ferroviarios perfectamente consolidados.

No parece que se trate de un temor a un proceso de transmisión de la empresa a manos privadas -¿quién lo ha dicho?, ¿alguien lo ha pensado?, ¿es que sería posible?-.

Más bien parece tratarse de un temor a que la dirección incorpore aquellas medidas de organización necesarias para convertir una administración ferroviaria en una empresa o grupo de empresas públicas en competitivas, y ello a costa, si fuera necesario, de acabar con pequeños pero demasiado generalizados privilegios que interponen un muro continuo y dificilmente franqueable para una modernización obligada; la alternativa al cambio no es proseguir con la situación de años pasados, que conduciría a un paulatino pero seguro languidecimiento de este medio de transporte.

En este contexto, lo que todos los trabajadores ferroviarios -también los que tenemos la responsabilidad de dirigir esta empresa- debemos tener claro es que lo que nos jugamos todos es la posibilidad de destruir un clima que hacía posible la imprescindible apuesta por un nuevo ferrocarril, sabiendo que es de todo punto imposible mantener el antiguo. De la capacidad para mantener ese clima depende la posibilidad de que nuestro futuro sea trabajar en una empresa con un claro porvenir o de atrincherarse en una organización burocratizada que la mayoría de la sociedad rechaza por inoperante.

En definitiva, pienso que lo que está en tela de juicio es el cambio de un modelo de empresa, objetivo que considero absolutamente irrenunciable. Un modelo en cuyas alternativas no están la gestión pública / gestión privada. Sí se trata, en cambio, de optar entre eficacia o rutina. Sí se trata -claro- de modernización; porque modernización es supervivencia. Así de claro. O dicho de otro modo: no se trata -claro que no- del mantenimiento a ultranza de un Estado donde reinen burocracias y gobiernen reglamentos decimonónicos.

Eficacia pública o privada

Se trata, irreversiblemente, de trabajar, de funcionar como lo haría una empresa eficaz. Elija el lector si la eficacia es pública o privada, que es otro cantar. O para decirlo del todo: o el tren es un medio de transporte eficaz, es decir, competitivo -alternativa por la que estamos apostando con Europa- o correríamos el peligro de no ser, y eso, que parece cierto para el tren, es mucho más verdad para Renfe.

De todos modos, al final me quedan algunas, pero serias, dudas a las que no sé o no me atrevo a responder:

¿Qué pretenden de verdad los representantes sindicales, además de la justa demanda de mantener el nivel de vida?

¿Coinciden sus reivindicaciones con las de la mayoría del colectivo de trabajadores?

¿Existe un soporte ideológico detrás de estos paquetes de reivindicaciones?

Y sobre todo, ¿nos estamos preguntando a quién beneficia todo esto?

Definitivamente, de lo que se trata es de que los trenes vayan mucho más deprisa, con muchos más viajeros, mucho más cómodos y mucho mejor atendidos en cada uno de sus viajes. Se trata de que esta empresa también ofrezca a sus accionistas -que son los ciudadanos- unos resultados cada año -cada día- menos sonrojantes. Y para ello, me parece, hay una sola condición que se llama eficacia. Llamarlo privatización o es confundir la sintonía o es sencillamente una falacia malintencionada.

Y, desde luego, si de algo estoy seguro es de que la inmensa mayoría de los trabajadores que integran el colectivo ferroviario está, literalmente, por la labor: por una empresa eficaz y con futuro; por la empresa de servicio que la sociedad justamente exige porque necesita.

Julián García Valverde es presidente de Renfe.

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