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Solos de locura

Parece que al final se han abierto las calles a los locos. Era un dilema: o se les encerraba en sus prisiones decoradas con la lobreguez del castigo o se les ponía en la calle para que expresaran públicamente un dolor que no es igual a ningún otro dolor, se les hacía libres contra sí mismos. Las autoridades sanitarias han optado por lo último, en una decisión que es tan mala como su alternativa. Todo ello no es más que otra prueba de que la vida da rodeos sin resolver nunca lo fundamental. El éxito se mide menos por el éxito de la solución que por la justificación que se ofrece del problema.La justificación para sacar a esos enfermos de sus celdas es aceptable. Los manicomios se han comportado históricamente como instituciones de tortura, luego sacar de ellos a los locos es un bien. Sin embargo, la expectativa que se les presenta no es mejor que la que obtenían de su reclusión. No van a condiciones más favorables, sino a una nueva forma de abandono que consiste en que a partir de ahora el sufrimiento se lo infligirán ellos mismos. Porque la clave del problema no es tanto el desajuste anormal del cerebro o del espíritu, como el sufrimiento que lo ha originado o en que ha concluído. Sin eliminarlo o sin dulcificarlo, no se gana nada. Un loco arrojado a sus propios fantasmas, sin más contraste que el de la resonancia de su miedo bajo la tapa del cráneo, no está mejor que enfrentado a una terapia que se asienta generalmente sobre una privación de libertad, sobre un territorio vigilado con métodos penales o con métodos que acabarán siendo penales.

El loco no tiene solución en un mundo que considera la improductividad como una forma de fracaso. O simplemente en un mundo que no ha encontrado ninguna solución terapéutica para los que carecen de orden interno. Supongo que el estudio del fracaso absoluto no ha alentado nunca la práctica científica, que se dirige al éxito, por parcial que sea.

El efecto de los dementes en la calle tiene, por otro lado, rasgos de bestialidad. Es difícil seguir pisando el mismo suelo después de haber visto a alguno moviéndose por ahí. Como espectáculo, es de los que matan al espectador. Alguien ha contado en estos días, en que ya puede visitárseles por cualquier zona de Madrid, que fue despertado de madrugada por golpes que resonaban en la noche con un ritmo de martillo. Como si quisieran tirar una puerta y la puerta fuera a resistirse siempre. Primero pensó que era en su casa. Luego abrió la ventana y vio a un tipo dándose de cabezazos contra una tapia. La pared estaba más entera que su cabeza, y gracias a eso la situación pudo resolverse llamando a una ambulancia. Quizá no pueda encontrarse hecho más expresivo de lo que debe de sentir esa clase de enfermo cuando se encuentra vagando permanentemente a cualquier hora y sin control alguno. Tampoco puede culparse a la familia de no poder sujetar a una persona negada a toda comunicación establecida. Los dementes necesitan médicos y no les detiene el sacrificio o el afecto de los otros, aunque los otros dispongan de las 24 horas del día para emplearlas en ese afecto o ese sacrificio. Cuando se está fuera del mundo, el mundo no sirve para nada.

La semana pasada, quien esto escribe estaba sentado en un café con otras personas, muy cerca de los lavabos. Un hombre de unos 30 años se presentó y le pidió a uno de los de la mesa que le hiciera el favor de impedir la entrada a los servicios a los restantes clientes del establecimiento, ya que él iba a hacer uso de ellos. Medio minuto después salía del lugar y volvía a pedir lo mismo. Al principio pareció cómico. A la sexta o séptima vez que repitió la operación, ya estaba claro que el asunto iba en serio. El hombre, además, se iba poniendo violento. Y explotó cuando un parroquiano, a quien no se le dijo nada, hizo acto de presencia en el retrete y se encontró a un individuo mirándose fijamente en el espejo. Nos llenó de insultos y salió corriendo.

Resulta muy difícil desde la normalidad aceptada meterse en la cabeza de una persona así. Se le hace daño inmediatamente y cuesta mucho pensar que pueda suceder de otra manera. Pero, por el momento, parece que todos debemos aceptar la falta de solución. Sobre todo cuando para el problema sólo se propone una justificación cuyo fin no es otro que olvidarlo.

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