El derecho de huelga económica
Durante el último debate parlamentario sobre el estado de la nación, el Grupo Popular presentó una enmienda para la regulación del derecho de huelga que fue aceptada como moción sujeta a trámite por el Grupo Socialista.El posible triunfo de esta propuesta se presta a varias interpretaciones, pero todas ellas deben comenzar analizando los efectos que ha tenido la huelga general del 14-D. Para los sindicatos, después del éxito alcanzado en esa jornada, cualquier intento de regulación de ese derecho fundamental pudiera ser interpretado como un recorte a la democracia social y económica contemplada en el difícil pacto constitucional de 1978. Por parte del Gobierno y de las fuerzas de la derecha, la huelga del 14-D ha tenido repercusiones importantes en las labores parlamentarias, al considerarse que el derecho de huelga ha interferido gravemente en el ejercicio fundamental de la libertad individual al trabajo del no huelguista.
Este planteamiento, al margen de su simplicidad y maniqueísmo, ha vuelto a poner la regulación del derecho de huelga como un tema de actualidad prioritaria en el debate parlamentario y quizá también en el debate político y, por supuesto, sindical. En principio, parece que la regulación de ese derecho debería solucionar la posible colisión de dos derechos fundamentales. Sin embargo, a tenor de los motivos expuestos por el Grupo Popular para ser tramitado ese proyecto, más parece una limitación del derecho de huelga que una solución entre dos derechos. Repárese en que la motivación parlamentaria fundamental de los populares habla expresamente de garantizar la libertad individual del trabajo del no huelguista, y apenas se dice nada de garantizar el ejercicio del derecho fundamental de huelga.
La insistencia en la libertad al trabajo del no huelguista mostrada por los regulacionistas y la exigencia de una intervención más decidida de la Administración para garantizar el derecho de los usuarios y consumidores, frente al derecho de huelga, hacen sospechar de una posible legislación restrictiva de este derecho, que pudiera ocasionar más problemas que soluciones, aparte de dar el primer paso hacia una democracia limitada, en tanto se está propiciando una división, más ficticia que real, entre intereses de los huelguistas trabajadores e intereses de los no huelguistas y usuarios. Dicho de modo más general, se pretende alejar los intereses de los sindicatos de la soberanía parlamentaria, tendiendo a ampliarse las limitaciones del derecho de huelga de modo muy significativo.
Es difícil dudar de la plausibilidad de ese planteamiento desde posiciones conservadoras e incluso de su coherencia histórica. Baste recordar las intervenciones del Grupo Popular y del actual portavoz del Grupo Popular y entonces ponente de la UCM, M. R. Herrero de Miñón, en la elaboración de la Constitución, que iban desde contraponer un supuesto interés general al derecho de huelga (Fraga) hasta vincular los límites de la huelga a la decisión 314 del CIS de la OIT, que admite la prohibición de este derecho en la función pública y en empresas claves de la vida de un país. En general, la interpretación de la derecha trataba de hacer compatible el enunciado constitucional del derecho a la huelga y el restrictivo RDL de 1977, preconstitucional, por el que se regía entonces ese derecho.
Por el contrario, para la izquierda y los sindicatos mayoritarios, toda la historia desde 1977 hasta 1986 se puede resumir en los recursos presentados por esas fuerzas, con un fuerte protagonismo del PSOE, ante diversas instancias jurídicas para lograr la derogación de losaspectos restrictivos contenidos en el decreto de 1977. El balance no puede ser minusvalorado, pues a través de los distintos fallos se alcanza el reconocimiento de la legalidad de la huelga general y la actuación de los piquetes informativos; asimismo se reconoce la ilegalidad del despido por participación en huelgas, aunque sean ¡legales, y la improcedencia de las penalizaciones económicas aplicadas por los empresarios a los huelguistas.
En una palabra, el RDL de 1977 no puede ser clave de lectura del artículo 28.2 de la Constitución, que recoge el derecho de huelga, sino que éste deberá leerse en la clave de una democracia económica y social avanzada. Sin embargo, permanece una limitación a ese derecho que no es otra que la de los servicios mínimos como servicios esenciales de la comunidad. En esta perspectiva, y sin marco regulador legislativo, la Administración ha desarrollado paradójicamente, mediante -decretos, órdenes, instrucciones, etcétera, una hiperactividad reguladora tendente por la vía de hecho a limitar el ejercicio del derecho de huelga, imponiendo servicios mínimos en algunos casos superiores a los normalmente prestados por las empresas o servicios en cuestión.
A partir de 1982 el Gobierno del PSOE persistió en esa misma actitud hiperreguladora del derecho de huelga, que comienza a quebrarse con el período de finalización de la concertación social y con la oleada de huelgas de 1985 y de 1986. De ahí que el PSOE incluyese en su programa electoral de 1986 la propuesta de regulación. Y por eso no debe resultar a nadie extraño que hoy quiera el PSOE llevar a cabo lo que estaba en su programa. Sin embargo, resultacuando menos curioso que se pretenda regular algo que está sumamente intervenido por la Administración, pues cualquier desarrollo normativo de la huelga deberá hacer hincapié en el problema central de los servicios esenciales, y éstos han sido ya más que regulados en los ámbitos decisivos del aparato productivo y de servicios.
En cualquier caso, si se lleva a cabo una legislación de efectos universales, deberá contar con este problema esencial de definir qué o cuáles son los servicios mínimos, que dicho sea de paso ha sido el freno decisivo para una posible regulación de la huelga en anteriores Gobiernos conservadores y socialistas. Ante este panorama, algunos interrogantes han de ser urgenternente planteados para el debate político: ¿será la nueva ley una mera modificación de rango normativo de la jurisprudencia señalada, o pretenderá intervenir todavía más en el ejercicio de este derecho? ¿Qué se entenderá por servicios esenciales: lo manifestado por Fraga y Herrero de Miñón en 1977 o la protección de usuarios y consumidores, junto a la garantía de los servicios públicos, actualmente defendida por el Gobierno y el Defensor del Pueblo? ¿Se limitará a determinados colectivos (por ejemplo, funcionarios) el ejercicio de este derecho o, por el contrario, será una ley de garantía del derecho de huelga como la que se está consensuando en Italia?
Todas esas preguntas en el marco de una democracia económica y social muestran que una posible ley de regulación del derecho de huelga, primero, no es estrictamente necesaria, entre otras razones porque la jurisprudencia existente ha reconocido la capacidad autorreguladora de los sindicatos, así como la virtualidad de éstos para preservar los servicios mínimos. En segundo lugar, y aun siendo verdad que la jurisprudencia existente no es de efectos universales, no parece claro que el uso de la ley sea el mejor freno para la hiperactividad reguladora de la Administración. Antes al contrario, ella misma, en tanto juez y parte (la Administración es el patrón en sectores claves de la sociedad y de la economía), debería dejar a los titulares del derecho de huelga la regulación del mismo, siempre que éste sea sometido, como el ejercicio de cualquier otro derecho, al control de los tribunales de justicia.
En el supuesto de que se lleve a cabo esta ley, deberá ser consensuada, como en Italia, por todos los sectores sociales y políticos implicados y, por supuesto, nunca hacerse para penalizar a los sindicatos, porque de esa forma se volvería al pasado preconstitucional, a la par que se restablecería el peregrino ,argumento de la falta de madurez de los sindicatos, utilizado por el RDL de 1977, para imposibilitar una auténtica ley de garantía del ejercicio de este derecho y negar, de paso, el margen mínimo de autorregulación exigido por los sindicatos.
La huelga, no se olvide, nace y se desarrolla modernamente como un mecanismo de defensa, nunca como un ataque contra las agresiones del mercado. La huelga, desde ese punto de vista, no es un fin en sí mismo y tampoco un medio para conseguir fines concretos. Es un derecho tan sensible y especial que algunos pensadores han hablado de la huelga como un medio puro, difícilmente sometible a rigideces y regulaciones, pero que en todo caso siempre requeriría el concurso y el consenso de todos los agentes sociales y políticos.
En fín, si lo que se pretende con la regulación de la huelga es poner límites a ciertos desmanes corporativistas derivados de los incipientes cobas (comités de base) españoles, se puede caer, por un lado, en la desconsideración de la efectividad de los tribunales de justicia, últimos garantes de que los derechos no sean transgredidos, y, por otro, se corre el peligro de confundir tipos de huelgas, negando la legalidad de la mayoría de ellas al intentar limitar los conflictos más salvajes. En uno y otro caso, y esto es lo grave, se terminaría cuestionando un elemental derecho para el correcto funcionamiento de la democracia.
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