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Tribuna
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Rabiosa actualidad

La fête menacée (La fiesta amenazada) es el título de un reportaje de Le Monde sobre la preparación del bicentenario, y parece ser un título que expresa el talante del conjunto del panorama cultural francés. ¿Qué es lo que amenaza la solemne atmósfera de la celebración?Numerosos observadores creen que la amenaza procede de aquellas autoridades intelectuales que declaran muerta la Revolución y proclaman el 200º aniversario como su entierro. François Furet, el principal historiador de la Revolución durante dos décadas, hombre del centro político, ha descrito, en efecto, el bicentenario como pompes funèbres, y a las voces agitadas tanto de la derecha como de la izquierda., que hacen esfuerzos por sacar conclusiones tópicas de 1789 o de 1793, como teatro sin audiencia.

El mito de la república, esa vivificante idea de las celebraciones en 1889, ha dejado realmente de existir. Y Furet, lejos de condenar una Revolución supuestamente difunta y fracasada, en lugar de aclamar su obra como inmortal, da una explicación racional para la defunción del mito republicano. Según lo entiende Furet, la Revolución fue de naturaleza más política que social, y no acabó en Termidor ni en el 18 de Brumario, ni siquiera en el campo de batalla de Waterloo, ni tampoco en la época de la restauración de los Borbones. La Revolución se impuso a sí misma una enorme tarea, y necesitó de las convulsiones políticas de todo un siglo para realizarla finalmente en la III República. La tarea consistió en la creación del adecuado, es decir, representativo, sistema político de la moderna democracia parlamentaria. Quizá es comprensible, afirma Furet, que el primer centenario, en las secuelas inmediatas de la obra realizada, todavía estuviera embriagado por los recuerdos de las luchas republicanas. Pero ahora la democracia tiene que olvidar su génesis para hacer que su presencia esté firmemente enraizada.

No se necesita estar totalmente de acuerdo con los argumentos de Furet para percibir que unos dramas de pasión realmente absurdos actúan, tanto sobre la derecha como sobre la izquierda actuales, como una amenaza más seria para la memoria viva de la Revolución que la tesis que declara su obra concluida y recomienda un bloqueo terapéutico de nuestras mentes para los obsesionantes recuerdos de esas célebres sombras. No establece ninguna diferencia el que el juicio de Luis XVI sea presentado como un improvisado espectáculo televisivo para rehabilitarlo, quizá, incluso, como sugirió Le Pen, para proponer su santificación al Papa, o el que la Bastilla sea tomada de nuevo y "la República defendida" en un carnaval pueril. En ambos casos, los pretextos históricos se utilizan para realizar malos guiones sobre la política actual.

El drama de pasión derechista del "genocidio franco-francés", la invocación de las víctimas realistas de La Vendée en términos del vocabulario del Gulag realiza desesperados esfuerzos por volver a galvanizar las decaídas energías de la guerra fría. Los fines de la predilección izquierdista por un mitológico teatro de marionetas están mejor expresados por las afirmaciones de Richard Cobb. Para el excelente historiador y adrrúrador no crítico de la violencia popular, 1789 fue un año insignificante. Sólo tiene importancia 1793, el año en el que el pueblo en acción, degradándose a menudo en populacho, dominó el panorama que cuenta para él. La tesis de Cobb es una de las versiones no tan nuevas de la conocida tesis según la cual 1793 equivale al ensayo general de 1917. Esto no sólo es una forma menos que recomendable de celebración, en cuanto en que simplemente deja de considerar los fatales resultados del proceso de aprendizaje de los jacobinos rusos a partir del texto original francés. Si todo va bien, es también un ejercicio post-festum que quiere retrasar el reloj de la historia. Porque éstos son los tiempos en que los nietos de los jacobinos rusos realizan los primeros -y hasta ahora inconsistentes- esfuerzos por interrogarse sobre el proceso de aprendizaje de sus abuelos fundadores.

De la Revolución hemos heredado un concepto totalmente nuevo de la política. Este nuevo concepto es la comprensión de la libertad como el valor supremo de la modernidad en un proceso sin fin de libre debate y libre interpretación. La libertad de los modernos es plural y dinámica por definición. 'Viva la libertá" cantan al unísono Don Giovanni, Donna Anna, Don Ottavio ..., en la ópera de Mozart, en esa armoniosa pieza inmortal de la era revolucionaria. Y cada uno de ellos interpreta la libertad de una manera radicalmente distinta. Ese consenso aparente y esa plurivocalidad real constituyen el fundamento de la modernidad creada por la Gran Revolución. Los hombres y mujeres modernos siempre lucharán para bloquear lo predador de Don Juan, corregir las estrechas miras de Masetto, templar lo rigurosamente moralizante de Don Ottavio, ridiculizar la hedonista interpretación de la libertad de Leporello. Y ahora están haciendo esfuerzos cada vez mayores para prestar reconocimiento á las voces de las mujeres. Igualmente distintas pero demasiado tiempo sofocadas. Aunque nunca serán capaces de eliminar la plurivocalidad de la modernidad, a menos que quieran apagar con sus propias manos las todavía vivas llamas de la Revolución.

Por la misma razón, no debemos prestar un crédito absoluto al dogma liberal de que el legado político de la Revolución se completó hace un siglo y nada puede añadírsele. Los borrascosos años de la Revolución estuvieron caracterizados por una inagotable inventiva en el arte de gobernar y en la elaboración de las constituciones. Es cierto que esta febril inventiva fue resultado en parte de la difícil situación en que tuvieron que desenvolverse los revolucionarios. Las formas políticas democráticas de la modernidad son creaciones muy recientes, y buena parte de las principales iniciativas de la Revolución todavía no han sido experimentadas seriamente. Esto se aplica sobre todo a la democracia directa. Seguir trabajando en el autogobierno, la gran innovación política iniciada por los políticos sans-culottes de los barrios del París de 1793, que encontró supervisores implacables, en lugar de tutores atentos, en los líderes de la dictadura jacobina, está todavía en su infancia. Este trabajo fue reasumido y continuado por la Comuna de París, los soviets de las revoluciones de 1905 y de febrero de 1917, la Revolución Húngara de 1956, invariablemente con un trágico resultado. La tristemente corta biografía de la democracia directa parece justificar la cautela con respecto a su viabilidad. Y, sin embargo, aquellos para los que el texto de la revolución constituye una fuente de interpretación, y no un objeto de adoración, no deben permitirse verse intimidados ni por los centralizadores tiránicos ni por el tabú liberal impuesto sobre nuestra fantasía política.

Desde Hannah Arendt a François Furet, teóricos prominentes nos advierten ahora contra la "nefasta ilusión" de considerar 1789 y sus consecuencias como una revolución social. En su opinión, no lo fue, o no debe haberlo sido, porque una revolución social es invariablemente liberticida. Pero de hecho, existe una interpretación de la Revolución en la que tanto su grandeza como su herencia viva son inseparables de su carácter social. Sólo que tenemos que cerrar nuestras mentes a las voces estridentes en el perenne debate de la ortodoxia sobre el carácter burgués o no burgués de 1789. En realidad, los revolucionarios franceses se vieron muy desagradablemente sorprendidos por el hecho de que, en vez de escribir documentos legales para la eternidad, se vieran obligados por una, multitud hambrienta a ocuparse de cuestiones terrenales tales como el aprovisionamiento de las grandes ciudades. Como resultado, actuaron de una manera torpe e impaciente, y cometieron monumentales meteduras de pata, desde la idolatría ciega de las bendiciones automáticas de un mercado libre sin trabas hasta la subordinación de la libertad a la "felicidad pública". Pero en esta parafernalia de necesidades insatisfechas, terror Político empleado como panacea económica, doctrinarismo del libre mercado y temprana defensa de la economía de dominio, surgió para la modernidad una importante lección. Esta lección puede ser intermitentemente olvidada en épocas de revoluciones neoconservadoras, pero nunca puede ser suprimida de la agenda política. Uno de los más importantes legados de la Revolución es el de que "la cuestión social", aunque nunca pueda "ser resuelta" de una vez para siempre en todos sus aspectos, representa el problema político crucial de la modernidad, problema que tiene que ser contemplado continuamente bajo el prisma de la primacía de la libertad.

De los tres lemas legendarios de 1789, la fraternidad fue la que salió peor parada. Se convirtió en la lírica de los seriales revolucionarios sin nunca haber sido tomada en serio en la esfera política. Las consecuencias reales de la Revolución Francesa fueron el feroz nacionalismo y la permanencia de las guerras, y no el gobierno mundial ni el "abrazo fraternal" de las repúblicas hermanas. Tampoco hoy el mundo resulta alentador en estos aspectos. Y, sin embargo, la fraternidad tiene un mensaje para nosotros. Este mensaje reza como sigue: los habitantes actuales de este planeta no fraterno sencillamente no pueden sobrevivir sin un módico discurso mutuo de universalismo y paz, aun cuando habrá poco rastro de una fraternidad emocional en este proceso. Pero si nos tomamos en serio al menos este limitado sentido de la fraternidad, junto con la libertad y la igualdad (como justicia social), nos daremos cuenta al final del camino de que el principal mensaje de la Revolución Francesa todavía está rabiosamente de actualidad.

Traducción: M. C. Ruiz de Elvira

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