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¿Sócrates o Don Cicuta?

Fernando Savater

Algo de iconoclasta después de todo debe haber en El juicio de Sócrates, de I. F. Stone, cuando el empeño de condenarlo a los fosos de la necedad le arranca a Agustín García Calvo el grito de "¡Viva Sócrates!": no suele promulgar el polígrafo zamorano exclamaciones tan afirmativas... Casi me atrevería a decir que, por primera vez, si no recuerdo mal, la parte afirmativa de un escrito suyo tiene más peso y más convicción que la negativa. Y es lástima, porque quienes tanto hemos aprendido, no diré de él, para no ofenderle, sino junto a él, hubiésemos querido que el autor del magistral Heráclito y de tantos otros estudios presocráticos decisivos realizara una crítica pormenorizada de la obra de Stone, con cuyas conclusiones era obvio que no podía estar de acuerdo. No han faltado, por supuesto, las refutaciones del excelente libro del periodista americano; pero en su mayoría provienen de filólogos puristas, de ésos que parecen creer -según el mordaz comentario de Tomás Pollán- que Eurípides o Sófocles escribieron sus tragedias para ilustrar casos gramaticales. Como García Calvo es la provechosa antítesis de esos tan útiles como fastidiosos filisteos, hubiera sido del mayor interés para quienes somos semiprofanos en dichas cuestiones conocer sus argumentos contra las muy bien argumentadas tesis de Stone.Pero no hemos tenido suerte. Pretende derogar el libro con tajantes referencias a la letra de las acusaciones hechas contra Sócrates o invocando el enfrentamiento del sabio que nada sabía con los treinta tiranos, como si Stone hubiese pasado por alto tales circunstancias sobradamente conocidas, cuando en realidad dedica su libro a comentarlas y a analizarlas de un modo diferente al de la versión canónica de los hechos. Puede que se equivoque, pero habría que molestarse en demostrarlo; en cualquier caso, no merece que se le reproche ignorar lo que sabe cualquiera que haya hojeado un manual de bachillerato. Y lo mismo vale decir respecto a su tratamiento de la cuestión de la multa alternativa a la pena de muerte o las simpatías de Sócrates hacia Esparta. Y en cuanto a la renuncia socrática a invocar ante la asamblea el democrático derecho a la libertad de expresión, el nervio de la argumentación de Stone estriba en la diferencia radical entre ejercer un derecho y reivindicarlo políticamente, cosa, en cambio, que la ingenua referencia de García Calvo deja plenamente de lado.

¿Cómo puede entenderse que la persona a la que considero sin duda más competente en nuestro país sobre estos temas haga un comentario tan pobre sobre un libro tan rico? En parte, la respuesta viene dada por el propio García Calvo, al admitir orgullosamente que no ha leído el libro que comenta, sino que sólo lo ha hojeado un par de noches en la pila de novedades de algún drugstore. Por supuesto, yo también estoy contra el vicio de la lectura, como todo el mundo; si, a pesar de ello, leo algún libro de cuando en cuando es porque no conozco método mejor para enterarme de su contenido. Lo de hojearlo en los dmgstores me resulta insuficiente, y el artículo de García Calvo me confirma que no soy el único en padecer esta limitación. Por cierto, que quizá los últimos artículos de Agustín se resienten un poco de la forma algo azarosa con que, según no deja puntualmente de informarnos, traba contacto con las novedades que luego comenta: si se trata de un referéndum o de una huelga general, ha sabido de ellos por una vecina; si se preocupa por un artículo de periódico, lo ha descubierto al desenvolver el bocadillo de la merienda; si de un libro, lo ha hojeado al pasar por un drugstore, etcétera. Tanta aleatoriedad en las fuentes informativas no puede ser del todo inocua para lo escrito a partir de ellas.

Sin embargo, hay algo más que simple desconocimiento del libro comentado: como el propio García Calvo afirma, hay completo desinterés. Después de todo, la obra versa sobre el Sócrates histórico, el que nos llega a través de Jenofonte, Platón y otros testimonios parecidos. Salvo a unos cuantos ejecutivos y señoras de ejecutivos que se entretienen comadreando sobre historia ante sus televisores (va de retro!), se pregunta García Calvo: ¿a quién le quita el sueño el figurón de Sócrates y los mecanismos políticos de su ejecución? Respuesta: a más de 20 siglos de pensamiento político y moral de Occidente, desde el propio Platón, pasando por Maquiavelo, Hegel o Nietzsche, hasta I. F. Stone, Gabriel Jackson y yo. Espero no haberme dejado a nadie. A García Calvo, en cambio, no le interesa y está en su perfecto derecho: por mucho que a los dioses agrade una causa, Catón siempre podrá elegir la contraria, que para eso es Catón. Pero es que además supone que tanto interés histórico por el Sócrates con mayúscula (sobre todo cuando es para sacudirle un poco el pedestal) no puede ser sino ganas de cargarse al Sócrates con minúscula, esa voz de pura negación de lo establecido que suena más allá de lo escrito y a pesar de lo escrito, voz que abre los ojos, salta las lágrimas y pone a danzar el corazón de los jóvenes que lo escuchan. Como también yo -hoy viejo, canoso y asentado- lagrimeé y dancé en mi día al ritmo socrático, creo poder decir una palabra sobre esa voz que me desmiente.

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Hablemos un poco del Sócrates con minúscula, dejando el otro para los lectores impenitentes de libros de historia. ¿Qué hace Sócrates? Se interpone entre los jóvenes y sus mayores, o mejor, entre los jóvenes y las ideas de futuro que sus mayores tratan de inculcarles, preguntando ante cada una "¿qué es?", y así descubriendo las contradicciones y mentiras que encubren. No hay docencia más saludable ni inquisición más liberadora. El joven aprende a negar: a negar las certezas, las instituciones, los ritos y mitos de la tribu. Esta marea negativa tiene un efecto fascinante entre los muchachos que se someten a su terapia: los deja embobados. Para ser más precisos: a unos los emboba y a otros los vuelve bobos. Los primeros continuarán la lección socrática hasta el final, hasta llegar al único rito que Sócrates no puede enseñar a negar: la negación misma. Y la única institución de la que no sabe enseñar a liberarse: el propio Sócrates. Llegados a ese punto (gracias al propio Sócrates, no hay que olvidarlo), los embobados dejan de estarlo y crecen: o envejecen, si se prefiere, que a esa altura ya no tienen la superstición de las palabras. Descubren, además, la diferencia que existe entre la eterna juventud y la eterna repetición. Por tanto, sabedores de la contradicción y la mentira de las ideas de sus mayores, buscarán con denuedo lo irrefutable y auténtico de esas mismas ideas para pulirlas y administrarlas del mejor modo posible. Sine metu, sine spe. Los otros, los bobos, seguirán ternes en su negación mimética, y entre ellos Sócrates parecerá más bien Don Cicuta y sus funerarios adláteres: parte grotesca e instituida de un concurso cuyos premios no lograrán impedir, pero que adobarán con sus estériles recriminaciones.

Son cosas que ya fueron dichas por el santo patrono de los embobados dispuestos a crecer, el joven Clitofonte. ¿Me atreveré a recordarle sus palabras a quien hace tanto me las enseñó? "Pero yo no vacilo en afirmar, Sócrates, que tú eres excelente para quien no ha sido aún exhortado, mas para el que ya lo ha sido casi eres un obstáculo que le impide alcanzar la meta de la virtud y llegar a ser de este modo feliz". Viva, pues, Sócrates en buena hora, viva y florezca y exhorte a los recién llegados para que se haga entre ellos la necesaria criba entre embobados y bobos. Los demás nos damos ya por exhortados y envejecemos en el recuerdo inolvidable de la lección socrática, pero no en la compañía amarga de Don Cicuta.

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