_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Amores que matan

Nadie dio un puñetazo. Nadie tenía cuchillo. Nadie esgrimió una pistola. Murieron pacífica y patéticamente con los pulmones inexorablemente deshinchados entre toneladas de carne humana y unas vallas fabricadas con el acero que ha hecho famosa a la ciudad inglesa de Sheffield.Si hubiesen perdido la vida en un terremoto, inundación, choque de trenes, accidente aéreo o incluso acto terrorista, habrían perecido al menos entre la consternación general, hermosas necrológicas y muestras de solidaridad internacional. Pero, en el estadio de Hillsborough, los seguidores del Liverpool murieron como delincuentes sorprendidos mientras robaban un banco.

El presidente de la UEFA, Jacques Georges, proclamó por una emisora de radio francesa que habían pagado el precio a su bestialidad. Desde Buenos Aires, el presidente de la Federación Argentina de Fútbol, Julio Grondona, afirmó: 'La tragedia es producto de la violencia a la que nos tienen acostumbrados los hinchas del Liverpool".

Los aficionados ingleses están marcados con hierro candente. Sobre todo, los del Liverpool. Desde la tragedia de Heysel, poseen antecedentes penales que tienden a demostrar su culpabilidad. Son prejuzgados por su etiqueta de denominación de origen. Gran parte de las reacciones internacionales indican, entre la indignación inglesa por la falta de respeto hacia sus caídos, que los hinchas han contribuido a cavar su propia fosa.

En parte tienen razón, aunque la tragedia de Hillsborough nada tuvo que ver con peleas violentas. En este sentido existen ciertas reminiscencias que recuerdan la fábula del joven que gritó tantas veces "¡que vierte el lobo!, ¡que viene el lobo!" que, cuando por fin apareció el animal, nadie le creyó. Los hinchas ingleses han sido lobos en tantas ocasiones que muy pocos los aceptan bajo piel de cordero.

En Liverpool, los aficionados se consideran víctimas más que causantes. En su entorno, los que tienen voz y voto reparten golpes en todas direcciones, como si fuesen asediados por una plaga de mosquitos. Que si la distribución de entradas, los torniquetes, las vallas, la puerta metálica, el control de entradas, el túnel de acceso, las barreras, los equipos de emergencia... Dan grandes bofetadas verbales a la policía y de pronto descubren que los estadios son viejos, ¡como si no lo hubiesen sido hasta la tragedia del sábado! Un portavoz calificado como "experto" -en piromanía, quizás- exige quemarlos todos. Un montón de clubes, en rabiosa rebelión contra los objetos inanimados, han arrancado ya sus vallas para ofrecerlas al chatarrero.

Es indudable que estos y otros elementos contribuyeron al desastre de Hillsborough. No se trató de un terremoto, ni siquiera de una inundación o incendio. La naturaleza no tuvo nada que ver. Ni policías, ni puertas, ni vallas, ni túneles asesinaron a los seguidores del Liverpool. El arma homicida fue el cuerpo humano. Miles de cuerpos aplastados contra barreras metálicas que, según los expertos, han sido fabricadas "a prueba de camión".

Parece razonable que tanto el público como los políticos, los clubes y los medios de comunicación ingleses reclamen urgentes reformas en los estadios. Mejorar el teatro, maquillar el escenario, no modificará necesariamente el drama. Los cuerpos homicidas fueron activados bajo impulsos cerebrales, y -aunque parezca inverosímil- el impulso fatal se reduce a un enloquecido afán por ver el partido de su equipo del alma. Por si alguien no lo recuerda, la palabra fan nace de fanatismo.

La complejidad del tema está fundamentada en un sinfin de estudios sociológicos y psicológicos realizados en los últimos años, algunos de los cuales hablan de "monos humanos" y "guerras tribales".

No cabe duda de que la general de los estadios ingleses -lo que en el, estadio del Liverpool se conoce como "gradería Kop"- ofrece emociones tribales. Brinda calor humano y contacto físico a sus habitantes en una sociedad fría, reprimida y exenta de los abrazos y palmadas latinos. En un país donde ya no es sagrada la familia, ese recóndito rincón ofrece vida comunitaria y objetivos comunes. La unión y la fraternidad se expresan en los cánticos aprendidos y coreados juntos. Al mismo tiempo, las agresiones a la gran familia se repelen y las ofensas se pagan. No quieren sentarse como los empresaribs de tribuna y palco, con sus trajes y corbatas. Lo suyo es estar de pie, tocando y tocado por los vecinos, compartiendo calor corporal en los balanceos, olas y avalanchas de los graderíos.

El amor a los colores se extiende a la ropa, bufandas, almohadillas y hasta sus pijamas, que permiten al aficionado vivir, dormir y soñar con su equipo. Colecciona los programas de todos sus partidos y sigue a sus ídolos en sus desplazamientos- Su fe alcanza la ceguera de viajar hasta Sheffield consciente de que no tiene entrada y sabiendo que las taquillas estarán cerradas. Y cuando se abre la puerta metálica del paraíso, cuando alguien, tal vez un policía, abre la puerta celestial, se cuela por ella, se abalanza sobre ella, sin pensar que aquel es el pórtico del infierno.

El Liverpool, conquistador de tantos galardones futbolísticos, posee sin duda en Anfield Road (su estadio) el kop más famoso de cuantos existen. El kop pionero. La rivalidad con el Everton, el otro club de Liverpool, sin llegar a la enemistad católico-protestante de los equipos de Glasgow, se vive con intensidad en una ciudad azotada por el desempleo. Los técnicos y jugadores son reverenciados como santos.

Esa devoción, imprescindible para entender las pasiones de los hooligans, se refleja en un chiste comentado por un cómico de la ciudad y que hace referencia al mítico entrenador de los rojos, Bill Shankly. "Un amigo me preguntó", explica el cómico, "qué haría si un día me encontrase a Shankly en la cama abrazado a mi mujer. Yo le contesté que le arreglaría las sábanas para que no se resfriara".

El domingo pasado, los seguidores del Liverpool cubrieron de flores la Shankly Gate, la puerta dedicada al entrenador que hace un cuarto de siglo devolvió la grandeza al Liverpool. Por la tarde, 20.000 aficionados asistieron en la catedral católica al homenaje en honor de los caídos por un club excomulgado por la santa sede futbolística.

Y es que durante los últimos años las guerras santas del fútbol inglés han escandalizado a medio mundo. A causa de ellas empezó, hace 10 años, la cirugía metálica de los estadios. En las gradas aparecieron barricadas para segregar a las distintas aficiones, divididas con barreras metálicas para facilitar las tareas de la policía. Y allí quedaron, encerrados en las jaulas de muerte. Eso sí, les era imposible moverse. Hacia atrás o hacia adelante.

Ahora todo el mundo considera anticuados estadios que hace unas semanas seguían siendo calificados de maravillosos al estar situados entre las calles estrechas del casco antiguo y que, durante un siglo, gran parte de ellos han recibido pacíficamente a millones de aficionados. Lo que ha cambiado ha sido el componente humano. Los telones de acero denuncian que el seguidor es recibido ya como presunto delincuente, y la tragedia de Heysel confirmó hace cuatro años muchas sospechas.

El destino reservó el ajuste de cuentas para el pasado sábado, elaborando un maquiávélico guión donde los hinchas del Liverpool, incitadores de la tragedia de Heysel, copaban todos los papeles estelares e incluso los de coprotagonistas.

Con la presencia de 800 policías se puso en marcha un dispositivo policial ideado para evitar enfrentamientos entre las dos hinchadas. Los malos, en principio, eran los hinchas del Liverpool; por eso se les reservó el graderío más pequeño -cuantos menos, mejor-, e incluso se les separó lo máximo posible de sus adversarios en cánticos. Se insistió en una estricta segregación dentro del campo.

Los demás detalles del drama han sido analizados minuciosamente. Una cosa está clara: la policía actuó obsesionada con los antecedentes penales de sus visitantes. Pensaban que si pedían agua no era porque tuvieran sed, sino porque querían robar en la cocina.

Graham Kelly, secretario general de la Federación Inglesa de Fútbol, ha llegado a comentar: "La policía tardó demasiado tiempo en darse cuenta de que allí no había violencia, sino simple y llanamente un problema de organización".

Mientras unos y otros decidían qué hacer, 95 aficionados del Liverpool, tantas veces lobos, morían como corderos sacrificados, víctimas de un cúmulo de circunstancias, pero sobre todo martirizados por el fogoso afán de sus colegas en armas.

Como dijo el legendario Bill Shankly: "El fútbol no es cuestión de vida o muerte. Es algo más importante".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_