CARLOS BARRAL Injurias a los creyentes
',... rotto dal mento infin dove si trulla / tra le gambe pendeban le minuglia / la corata pareve is tristo saeco / che merdafa di quel che si trangugia... / Vedi comme storpiato él Maometto... ".
Parece que estos versos a caballo de tres tercetos del Dante, inmortales tan sólo por ser de quien son y por su posición en el corazón de uno de los clásicos mayores de la historia, merecen el rencor de toda una confesión mayoritaria. Parece que por haberlos escrito en la plenitud de su vida, el polvo del Alighieri podría ser aventado en un feroz acto de venganza. El Vaticano, que no debe haber considerado nunca cismático o hereje al autor del Corán, no se ha pronunciado esta vez, o no se ha pronunciado todavía, sobre esta antiquísima injuria a los creyentes de otro credo respetable y dignísimo. Sí lo ha hecho acerca de las páginas mediocres de un escritor indobritánico al que los creyentes han condenado a muerte al pie de la letra del Alkoran, revelación y ley positiva. El Vaticano, la Iglesia, no son partidarios de que se ejecute la terrible sentencia en la persona del mediocre prosista indobritánico, pero admite la existencia de la blasfemia, y lo que es mucho más preocupante, la injuria al universo de los creyentes, la injuria a la religión, una tipificación de la conducta punible que ni siquiera debió de estar clara en la práctica del Santo Oficio. La blasfemia, sí, pero no se puede blasfemar contra los profetas y los santos. El concepto de injurias a la religión es sumamente vago, teológicamente ilegible y jurídicamente indefinible. Pero la Iglesia moderna, que tan fácilmente ha admitido, sorbiéndola del materialismo grosero, la identidad entre programa genético y vida humana, con oportuno olvido del alma y de la conciencia de sí, parece haberse puesto también al día en la identidad entre moral y derecho político. No es probable que en el Vaticano se haya tomado conciencia todavía de que éste es el bicentenario de la declaración de los derechos del hombre, aprobada todavía por Luis XVI reinante. Ningún derecho moderno puede asumir el disparatado Tatbestadn, la definición factual del delito de injurias a la religión.
Yo fui juzgado en las postrimerías del terror franquista, en junio de 1974, por insultos a la religión. No sé bien si en aquella querella se hablaba de insultos o de injurias. Los periódicos hablan de insultos, pero parece poco jurídico. Fui juzgado, y afortunadamente absuelto, como responsable de la publicación de unos textos casi póstumos del atormentado Antonin Artaud- He contado esa historia en un prólogo a la reedición del libro Los tarahumara, impresa en 1985.
Como digo, yo me senté en el banquillo de la Audiencia en 1974 en lugar del quebrado y maravilloso orate que fue Artaud y en lugar de su traductor, Carlos- Manzano, también responsable subsidiario, según aquellas leyes y aquella errática jurisprudencia. El libro había aparecido simultáneamente en todas las grandes lenguas europeas en 1972 y era una recopilación de los textos de Artaud sobre sus experiencias místicas entre los indios tarahumara y alrededor de las ceremonias del peyote, pero contenía documentos dispares, cartas desde el manicomio de Rodez y de otras casas de salud, comunicaciones a su médico y algunos apéndices y añadidos que no figuraron en una edición casi secreta (Les Éditions de L'Arbaleté, 1955) o que existían sólo en versión castellana en México y en traducción inédita, así como cartas de Jean Paulhan. Pero la historia del texto es muy complicada y no es del caso.
Artaud había muerto en 1948, dramáticamente, tras una segunda e inútil cura de desadicción, y se había convertido en un mito entre un grupo de devotos de su escasa pero importantísima obra, sobre todo en el mundo del teatro. Era uno de los malditos del siglo, y esa publicación europea de su obra última y realmente final era una reivindicación de un gran sector de la clase intelectual de aquellos años. La edición española, con mis marcas editoriales, había aparecido en 1972 con todas las bendiciones de la censura previa. Todavía en aquellos años en que la llamada ley de Prensa permitía pasar el trámite de la censura por el depósito de ejemplares impresos previo a la puesta en circulación, los editores sospechosos y mal vistos seguíamos el práctico consejo de atenernos al antiguo sistema de presentar el original del texto o de la traducción para obtener el nihil obstat del ministerio. El libro impreso fue denunciado por un particular, que interpuso querella criminal por injurias a la religión una vez impreso y distribuido con todas las garantías, incluso por exceso, que exigía la ley vigente. La querella prosperó y la edición fue retirada. La petición fiscal incluía cosas tan pintorescas como nueve años de inhabilitación para cargo público, incluida la docencia, lo que resultaba muy raro por que Artaud había muerto en 1948 y yo era sólo un editor privado. El querellante, un joven anónimo del que sólo se sospechaban vinculaciones con organizaciones integristas, era prácticamente lego en literatura y reconoció en su día ante el tribunal que ignoraba quién pudiera ser Antonin Artaud, así como no haber leído el libro ni tener intención de hacerlo, y que había efectuado la denuncia tras la lectura de unas cuantas frases que un amigo le había subrayado en rojo. Tampoco poseía el libro; tan sólo se lo había prestado su amigo. El amigo pudiera ser un personaje que se movía por los pasillos del Palacio de Justicia y que luego entró en la sala disfrazado de monje mendicante, o más bien de polvoriento Savonarola, enfundados los sucios pies en sandalias montaraces y luciendo un hábito que no correspondía a ninguna orden conocida. Un personaje de Liber corretanorum claramente equivocado de siglo y que hubiera enfurecido a Lutero.
Recuerdo aquella vista en la que ya digo que fui absuelto y que permitió la reedición del libro secuestrado, mayormente en los almacenes del editor, con una infinita sensación de vergüenza. Era todo aquello como una caricatura de Daumier y parecían haber invadido la sala todas las polillas de la historia. En fin, fui absuelto: de nada me quejo. Pero comprenderá el lector que guardo desde entonces una seria aprensión a todo cuanto se formule como injurias a las religiones. Los dioses antiguos y verdaderos no se ofendían nunca, no se podían ofender por la misma razón que los mantenía olímpicamente al margen de conductas que pudieran ser juzgadas. Los dioses antiguos se irritaban caprichosamente y, como sabemos, perseguían a los sujetos molestos por razones que nunca estuvieron al alcance de la inteligencia de los hombres. El divino Dante, el mediocre Rushdie y el patético Artaud me pueden parecer hoy víctimas de un derecho imposible y unas teologías desfondadas.
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