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Paz en la guerra

Precisamente hoy -el Domingo de Pascua, que los nacionalistas vascos conmemoran como el Día de la Patria- vence el plazo fijado por ETA para suspender temporalmente la sangrienta secuencia de asesinatos, secuestros, extorsiones y atentados iniciada con la dictadura franquista y potenciada al máximo bajo el sistema democrático. Haciendo uso de un curioso eufemismo, Etxebeste anunciaba en unas recientes declaraciones al diario Egin que "el período de distensión" abierto el pasado 23 de enero podía o bien prolongarse o bien dar lugar a "la reanudación de la lucha armada" en función del hallazgo o no de una fórmula para hacer avanzar las "conversaciones políticas" entre el Gobierno y ETA hasta una nueva fase.Pese a la desconfianza de la inteligencia, las esperanzas de la voluntad apuntan hacia una prórroga indefinida de la tregua que pueda desembocar en la desaparición -tal vez voluntaria- de la actividad terrorista. En esa perspectiva, la mesa de Argel no sería más que el ámbito adecuado para dar salida a la inercia de una violencia que ha agotado no sólo sus recursos, sino también sus convicciones. Si así ocurriese, los historiadores, al discutir los momentos decisivos. del proceso de vaciamiento y de repliegues de ETA, probablemente estarían de acuerdo en reconocer la importancia de la manifestación por la paz -ahora y para siempre- celebrada en Bilbao el pasado 18 de marzo.

El encabezamiento de la marcha por los dirigentes de todos los partidos democráticos -nacionalistas y no nacionalistas, de izquierda, centro y derecha- subrayó el acuerdo de las formaciones políticas que representan al 85% del electorado vasco para rechazar sin matices la violencia terrorista y para aceptar las vías institucionales como cauce de los conflictos. Tanto la adhesión de las fuerzas sociales, de las centrales sindicales y de las organizaciones patronales como la participación ciudadana dieron a la manifestación un significado no sólo simbólico, sino también operativo.

Es algo más que una simple coincidencia que dos motivos de Eduardo Chillida hayan servido sucesivamente como logotipo para la campaña por la amnistía (en los comienzos de la transición democrática) y para la manifestación por la paz de Bilbao (en vísperas de la conclusión de la tregua). La misma sensibilidad humanitaria que respaldó hasta 1977 la exigencia de liberación de todos los presos políticos encarcelados por la dictadura (incluidos los activistas de ETA) condenaba en las calles de la capital vizcaína, más de 10 años después, la violencia terrorista. Durante el período definido en sus extremos por los dos motivos de Eduardo Chillida, la ley de amnistía de 1977 vació las cárceles, la Constitución de 1978 garantizó las libertades individuales y los derechos de las nacionalidades, el Estatuto de Gernika de 1979 creó el marco jurídico-político para el autogobierno vasco y la celebración de cuatro elecciones generales, tres elecciones autonómicas y tres elecciones locales, permitió a todos los ciudadanos expresar mediante sufragio secreto sus preferencias políticas y designar a sus representantes para las Cortes Generales, el Parlamento de Vitoria, las tres diputaciones forales y centenares de ayuntamientos. La gran mayoría de la gente que se unió a la campaña por la amnistía en 1976, cuando la democracia era sólo una promesa, se identifica con la campaña por la paz en 1989, cuando sólo la violencia terrorista constituye una amenaza para la realidad de la democracia.

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Cabría preguntarse entonces por las causas de que a lo largo de estos años las calles de las ciudades, y sobre todo de los pueblos del País Vasco, hayan sido ocupadas de forma predominante por las organizaciones instaladas en la sangrienta estela de ETA, mientras que los demócratas, ampliamente mayoritarios en las urnas y en las instituciones, tenían bastante menor presencia al aire libre. Con independencia de los factores intimidatorios y del papel del miedo en los núcleos de población pequeños y medianos (baste con recordar el asesinato de Yoyes en su pueblo natal), resulta evidente que las manifestaciones son tan sólo un indicador parcial del respaldo social a un programa o del apoyo a un partido. La experiencia enseña que los movimientos radicales, tanto de izquierda como de derecha, poseen una capacidad de movilización callejera muy superior, en intensidad y en extensión proporcionadas, a la que los partidos democráticos suelen tener. Es lógico que una concepción de la política basada sobre la negociación pacífica de los desacuerdos y la aplicación de la regla de la mayoría para solventarlos confié casi exclusivamente a las elecciones libres y a las instituciones parlamentarias la misión de registrar las voluntades y de arbitrar los conflictos. Por el contrario, las ideologías vanguardistas, que asignan a las resueltas minorías la tarea de imponer sus dogmas al resto de la sociedad mediante la fuerza, sólo a la violencia pueden encomendar la instrumentación de un dominio que los argumentos racionales y los votos les negarían. Durante todos estos años, los cómplices, encubridores o simpatizantes de ETA, dejados siempre en minoría por los ciudadanos en las urnas, han tratado de simular una superior representatividad política mediante la ocupación de las calles. Algo semejante ha venido ocurriendo con las conmemoraciones otoñales del fallecimiento de Franco en las avenidas madrileñas. Pero así como los demócratas salieron de sus casas en la capital del Reino después del golpe de Estado frustrado del 23-F, así los vascos tenían en alguna ocasión que dar testimonio con la presencia en las calles (no sólo con los votos) de su rechazo a la violencia terrorista, de su compromiso con las instituciones democráticas y de su esperanza en que estos dos meses de paz en la guerra puedan transformarse en una reconciliación definitiva.

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