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Solos ante el peligro

Los padres divorciados con su pequeña prole de energúmenos pisándoles los talones son ya parte del paisaje de la ciudad en los fines de semana. Se acabaron los tiempos del militar y la niñera; la literatura castiza del futuro se verá obligada a recoger esta imagen del presente en la que se observa a un hombre entre 35 y 45 años en actitud prevenida frente a uno o dos niños que parecen hablarle en idioma extranjero. Es una imagen que varía según el padre y según los hijos, como es natural, pero no cabe duda de que es una imagen prolífica. Cuando llega la primavera y los madrileños abandonan su atasco cotidiano (aquí ya no se vive en la ciudad, se vive en el atasco), Madrid se cubre de estos peculiares grupos humanos. Muy pocos son los padres varones que aventuran una escapada al campo con sus vástagos en pie de guerra. Por lo general, desconfían de la disciplina que son capaces de imponer y de su capacidad para entretener o provocar admiración sin el concurso logístico de un cine o de una hamburguesería céntrica. Buscan el amparo un poco uterino de las diversiones tópicas.Hay muchas clases de padre, pero de entre ellas destacan sobremanera la del primerizo o entusiasta y la del bragado o pragmático. El primerizo suele consistir en un varón joven que se sube a un cuatro latas o a un Golf GTI -según le vaya el escarceo profesional- a las nueve en punto de la mañana y parte raudo hacia la casa de su ex señora para recoger a los párvulos " Des de el punto de vista de la impedimenta, va sumamente preparado para lo que él entiende que debe ser un día entregado a la infancia. Cazadora a prueba de tirones o un pluma, zapatillas de calentamiento, jersei gordo, gesto de ir a pasárselo en grande, un par de regalos baratos para crear ambiente propicio, débil pero constante sentimiento de culpa por no haberles llamado por teléfono, exceso de dinero en la cartera como medida ante un imprevisto que normalmente no se soluciona con dinero y un plan exacto de proezas personales que levantarán infantiles aplausos de admiración. Su programa teórico de actividades está compuesto por un par de horas remando en el Retiro; breve inspección a un museo previamente visitado, donde impartirá alguna enseñanza que escuchó por casualidad en su anterior visita; excursión a un McDonald's de la Gran Vía; sesión cinematográfica con un Spielberg en cartelera; veloz tránsito al Parque de Atracciones, donde les pagará lo que ellos digan; insistente conversación sobre lo bien que le van las cosas, particularmente en lo económico, de la que se ha de derivar una pequeña asamblea sobre el coche, la finca, el PC o cualquier otra cosa que se comprará papá gracias a su abultada cuenta corriente. El primerizo combina en su entusiasmo toda clase de grandezas y miserias, sin distinguirlas, ya que le desboca la pasión de quedar bien.

En lo práctico, los niños se le cansan a los cinco minutos de remo, van al museo sólo para sentarse un poco, se frotan el pecho con a mezcla de mostaza y ketckup se gastan todos los boletos del Parque de Atracciones en subir a los car con tres palos de guata y piensan, por último, y en lo referente a la gloria económica que su progenitor es un fantasma. El primerizo volverá a casa desanimado, pero insistirá hasta que se convierta en la segunda clase de padre de fin de semana.

El bragado o pragmático parte del principio de que a los niños les cabrea dejar sus amistades del barrio para verle a él durante sus dos únicos días libres y de que a él le cabrea tener que hacer carambolas para ligar sólo en días laborables. Sabe, por tanto, que, hagan lo que hagan, todo saldrá mal. Mediante un estudio de los lazos comunes que comparte con sus hijos, ha llegado a la conclusión de que lo que verdaderamente les une o les puede unir durante dos largas jornadas es una sesión continua de vídeo salteada por las comidas, las siestas o el paseo hasta el pipero para cargarse de provisiones. No se levanta demasiado temprano porque el videoclub no abre hasta las once, recoge a la crianza, se intercambian saludos de feligrés que coincide en la parroquia en misa de doce y pasan tranquilamente por su local preferido, del que se llevan un buen aporte de películas que sobresalen por sus fotogramas chillones. Vuelven a casa, se reparten los sofás y se disponen a embrutecerse solidaria y afectuosamente. Cuando les entrega a su madre, previo pacto de no desvelar el plan de actividades seguido, los niños tienen los ojos rojos, el padre padece una blefaritis crónica, pero entremedias ha surgido un amor sectario, de defensa contra el enemigo exterior, de secreto compartido, de perversión doméstica. Les da pena separarse y se despiden con una especie de lástima mutua por el horror a la disciplina laboral.

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