La inaplazable modernización de la carrera militar
La ley sobre la Función Militar, que ha suscitado recelos en sectores militares, encubre bajo las críticas la concepción de los derechos adquiridos de los funcionarios civiles o castrenses, idea de difícil encaje en un Estado social y democrático. Del mismo modo -opina el articulista- resulta preciso desmitificar el falso igualitarismo que se oculta tras el ascenso por antigüedad.
El envío al Congreso del proyecto de ley sobre la Función Militar suscita inquietudes en los funcionarios castrenses. Una de las cuestiones que generan más resistencias, en especial en el Ejército de Tierra, es la baja de dos años en las expectativas de carrera. El límite de edad para el retiro en el empleo de coronel era de 58 años desde 1984. Ahora se disminuye la relación de servicio, reduciéndola a 32 años desde la terminación de los estudios en la academia. Es significativo que la Agencia Espacial Europea excluya el reclutamiento de personas mayores de 55 años, la edad de acceso al generalato tras una carrera convencional, según el proyecto.Las reticencias y la posible interposición de un recurso de inconstitucionalidad cuando se promulgue la ley denotan cierta confusión de conceptos en esos militares. La primera desorientación radica en la no distinción entre los derechos adquiridos y las expectativas de derechos, y hay que subrayar que estas últimas no se hallan protegidas por la Constitución en su artículo 9.3.
De hecho, el profesor Garrido Falla, el contradictor más brillante y vehemente de la Ley 30/84, sobre funcionarios civiles, empleaba como ejemplo en su argumentación a los militares, contrario sensu, para señalar que tenían derecho genérico al ascenso. Añadiendo que el alcanzar un determinado empleo antes de la jubilación no es sino una mera expectativa, que se realizará o no, en función de las vacantes y el movimiento subsiguiente de las escalas.
Derechos adquiridos
Tras las pretensiones militares en contra del proyecto subyace la concepción de los derechos adquiridos de los funcionarios, civiles o castrenses, como un límite intangible frente a las posibles alteraciones de su situación. Pero esta idea tiene difícil encaje en un Estado social y democrático de derecho, como el instaurado en España en 1978. En una democracia, los deberes y derechos de los funcionarios públicos se establecen por la ley, ya que su vinculación no es contractual, sino estatutaria. Es decir, tanto las leyes como sus reglamentos están sujetos al principio de derogabilidad por otra norma posterior. Por ello, es obvio que el cuadro de derechos y deberes puede ser alterado unilateralmente por el Estado, siempre que se respete el procedimiento legal y democráticamente establecido, como es el caso. Otra confusión significativa es la suposición sobre que el establecimiento de criterios alternativos a la antigüedad, como la elección y la selección, convierten la carrera militar en una prueba de obstáculos, más o menos subjetivos. Recordemos que los ascensos al generalato siempre se han realizado por elección, principio que se introdujo en la Armada y en el Ejército del Aire en 1968 y 1969 para los empleos inferiores; los tres criterios aparecen ya en la Ley 85/78, de Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, en su artículo 215.
En segundo lugar, resulta preciso desmitificar el igualitarismo falsario oculto tras el ascenso por antigüedad, porque, además de ser ineficaz, es injusto y no se compadece bien con los principios de mérito y capacidad para el acceso y desempeño de las funciones públicas, sancionados por la Constitución.
La antigüedad como único factor determinante del ascenso es un mecanismo adscriptivo de resonancias feudales. Si una persona posee, por su origen, las virtudes para ser oficial, asciende en la jerarquía si no vulnera los comportamientos prescritos, sólo por el transcurrir del tiempo. El ascenso cobra efecto por las características sociales del individuo, y no por sus méritos y logros personales.
Este dispositivo sería válido quizá para una organización militar estática, con una tecnología primitiva, en una sociedad estamental. Pero resulta claro que en los tiempos actuales una organización tal encontraría graves obstáculos para afrontar con cierta dignidad la participación en los organismos internacionales para la defensa y la seguridad de nuestro ámbito geopolítico.
Por ello es imprescindible examinar el pasado más reciente de nuestras Fuerzas Armadas, pues allí se encuentran las claves de comprensión de la realidad que la nueva ley intenta mejorar, de los valores, actitudes y mentalidades que expresan las reticencias.
Del análisis de la organización y el discurrir profesional de las Fuerzas Armadas durante el franquismo se desprende que lo militar se constituye en un coto vedado para los profanos: los propios militares controlan y gestionan la Administración militar, desde la cumbre política hasta la guarnición más remota en ultramar.
Proceso de cambio
Un dato significativo es que la suma de generales, jefes y oficiales del Ejército de Tierra suponía el 58,1% del total de los efectivos profesionales en 1975. A este hecho pueden añadirse otros, como la baja representatividad social de la profesión militar, en consonancia con los cuerpos burocráticos civiles; el envejecimiento generalizado, sin parangón con otros ejércitos occidentales; una baja cualificación profesional, tanto respecto las titulaciones militares como las técnicas y los idiomas; una subcultura organizativa politizada, ayuna de pensamiento estratégico y de planificación logística, y un sistema de remuneraciones que primaba las compensaciones simbólicas y en bienes y servicios, en detrimento de las retribuciones dinerarias. De aquí se colige el cúmulo de dificultades que ha afrontado el liderazgo civil y democrático, pues no cabe olvidar tampoco que la reforma y modernización de nuestras Fuerzas Armadas implica la restricción de la acusada propensión militar a la participación directa o indirecta en la vida política.
Nótese que los militares han asistido, como el resto de los ciudadanos, a un proceso de cambio político, económico y social, vertiginoso en algunas facetas, en otras parsimonioso. Valores, estereotipos y mentalidades vigentes socialmente hace poco más de una década han quedado arrumbados por el tránsito democrático.
A ello han contribuido comportamientos esperpénticos, como la operación Galaxia, el asalto de Tejero al Congreso, la ocupación de Valencia por Milans y los planes del 27-O de 1982, junto con el espectáculo indecoroso del juicio de Campamento, del manifiesto de los cien o de las recientes incontinencias verbales de Armada Comyn.
En conclusión, es imprescindible el impulso decidido de la profesionalidad de los cuadro militares, así como el estímulo de la profesionalización de su organización, realizando una planificación integrada de la política de personal, que incluya su motivación laboral. Significa implantar el mérito y la capacidad personales como criterios determinantes de los ascensos, en oposición a la permanencia pasiva en la organización y el automatismo cronológico. Es preciso proporcionarles un abanico de cualificaciones militares y técnicas que permitan el desempeño profesional y una futura inserción en el mercado ocupacional civil. Significa, por último, compensarles adecuadamente, en términos simbólicos y dinerarios, reteniendo así a los más capaces en condiciones competitivas con otras organizaciones.
es profesor de Ciencia Política y de la Administración. Ha publicado recientemente Las Fuerzas Ar,adas en el Estado franquista.
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