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Una especie rara y notable

Salman Rushdie es un hombre de mediana estatura y aspecto cordial no exento de algún gesto de timidez; muy hablador, muy extrovertido cuando un tema le interesa; si no es así, o simplemente queda fuera de la conversación, su mirada, una mirada ligeramente oblicua, te observa de cuando en cuando con unos ojos que expresan de modo inquietante su inteligencia un punto burlona. Tiene un inconfundible aspecto oriental y, cuando le conocí, cuidaba extraordinariamente su peso, pero no podía sustraerse a la tentación nerviosa de comer incansablemente pequeños pedacitos de pan mientras nos contaba a Miguel Sáenz y a mí multitud de curiosidades en tomo a su gran éxito de aquel momento, Hijos de la medianoche. Hoy el fanatismo islámico ha puesto precio a su cabeza y él ha tenido que esconderse para poner a salvo su vida. Si hace unos meses alguien me hubiera contado esta historia, la habría desechado por inverosímil.La primera tentación que acude a la mente de un ciudadano occidental es la de considerar al islam como un conjunto de bárbaros anclados en el tiempo de Mahoma y tan sanguinarios como aquellos que ya hubieron de ser detenidos primero en Poitiers, luego en Lepanto y después en Hungría; una partida de bárbaros para los que la vida no vale nada. No es así, ciertamente; el amor a la vida existe, pero el islamismo, como toda doctrina que cree en la transmigración de las almas, considera la vida como un tránsito hacia la muerte, tras la cual todas las almas gozarán por igual; mientras tanto, en el tránsito la situación está dada y, en general, suele ser inalterable para cada musulmán. Los mullahs, una versión árabe de nuestro cura Merino, poseen una considerable influencia sobre la masa analfabeta y de ésta suelen salir muchos voluntarios que nutren las filas de los que quieren acelerar su entrada en el paraíso haciendo más rápido el tránsito por esta vida, pero no sólo entre las clases menos favorecidas se producen estos deseos. El analfabetismo abona naturalmente -pero no solamente- la inmovilidad de esta situación, una situación que no es de resignación, sino de asunción, matiz éste muy a tener en cuenta a la hora de establecer diferencias con el fundamentalismo cristiano. De aquí que no sólo los miserables, sino también estudiantes, profesionales, e incluso gente acomodada sea capaz de atender la llamada del exceso cuando -como en toda religión monoteísta- la fe, en lugar de iluminar las almas, las enciende.

¿Qué es lo que el islam no perdona a este fustigador social que es Salman Rushdie? Sin el menor género de dudas, que haya sido uno de ellos. Rushdie recibió educación musulmana en su infancia (nació en Bombay) por lo menos hasta los 12 años, en que se trasladó al Reino Unido. Después asumió la occidentalidad sin perder por ello su sentido de lo oriental y eso le permitió convertirse en un extraterritorial, definición de George Steiner para una especie rara y notable en el mundo de la literatura, que incluye nombres como los de Conrad o Nabokov. Pues bien, la orden de ejecución dictada contra Rushdie tiene la impronta religiosa y social de la ejemplar¡dad; es decir, no se trata tanto de un desprecio por la vida ajena que lo es implícitamente, claro está) cuanto de una defensa del bien colectivo (el islamismo) por medio de una acción que resulte ejemplar para los súbditos de esa comunidad o religión; esto es algo que está claro en la mente de un fundamentalista, como también lo ha estado en otros tiempos del cristianismo. En otro contexto, y por citar un caso más cercano a los españoles, la ejecución de Yoyes tiene un similar carácter de ejemplaridad hacia la comunidad etarra y sus simpatizantes.

Salman Rushdie es un novelista de concepción panorámica, autor de una literatura de tipo fundacional -lo que le asemeja a alguno de los grandes escritores latinoamericanos-, creador de grandes frescos sociales y fustigador de esas costumbres que encadenan a los hombres a las miserias, a la marginación y la incultura. Ese fustigamiento es algo que para él convive con el respeto a las creencias fundamentales de las personas y las religiones, sean éstas el islamismo, el hinduismo o el cristianismo. Su territorio de acción es, sobre todo, el de su origen: la India y Pakistán.

Sus libros los ha escrito con honestidad, valentía e inteligencia y nos por la blasfemia, como se nos quiere hacer creer. Al condenarle se estaría condenando a cuantos creen que el derecho a la vida y el ejercicio de la libertad es de un orden diferente al de la religión y ésta no puede interferirlo.

Todo ello nos lleva al quid de la cuestión; si bien la condena de Rushdie participa del principio de la ejemplaridad, lo realmente decisivo es la oportunidad -aquí se temporaliza y ensucia la especialmente el asunto- con que se usa un acto como éste. La olla fanática hay que mantenerla en estado de ebullición permanente, o se enfriará; y la revolución islámica tiene un terrible problema encima: hacer digerir a su pueblo los resultades de una guerra demencial y tapar como sea las bárbaras ejecuciones -nada ejemplares, por cierto, sino estrictamente genocidas, de eliminación física del presunto adversario y de prevención por el terror- que están llevando aceleradamente a cabo desde el término de la guerra; una guerra que, además, se vuelve y se volverá paso a paso contra los dirigentes y los religiosos iraníes. Todo cuanto facilite la provocación y, al hacerlo así, oculte el problema, es una buena salida. "Cuanto peor, mejor" es el tristemente clásico lema de un fanático. El precio es Rushdie, y la ocasión, atizar el sentimiento reaccionario tradicional con otro enfrentamiento a Occidente. Lo que vale para la revolución iraní vale, de modo peculiar en cada caso, para los fundamentalistas de los demás países árabes o con fuerte implantación musulmana.

Ahora bien, ¿es hoy fundamentalista todo el islam?, Cierto que no. ¿Dónde están las voces de todo tipo que pueden mediar en este horrible asunto? En este punto lo que impresiona es el silencio del islam. ¿Tan inmensa es la transgresión de Rushdie? Pero aun así no sería mayor que la de un Miguel Servet o un Galileo -a quien, dicho sea de paso, el Papa ha rehabilitado sólo recienternente-, y hoy sabemos lo que fue aquello. ¿O es que, acaso, el terror se ha impuesto ya de tal modo en las sociedades islámicas que todas ellas, sin excepción, están viviendo la opresión y el horror de una época oscura? Una voz, la voz de un hombre valiente, se ha alzado ya contra Jomeini, la de Naguib Mahfuz, pero son cientos, miles, las que han de alzarse.

Hay que considerar que un fundamentalista, un fanático, no olvida, pues le va en ello su salvación; eso es como decir que Salman Rushdie está fatalmente condenado a morir. Por tanto, ha de romperse el silencio del islam, ha de mostrarse una faz no brutal ni sanguinaria, pero también, de nuestra parte, hay que hacer notar la inutilidad, la inejemplaridad de la acción oportunistamente emprendida contra Rushdie: hay que difundir su obra en defensa del derecho a la vida y a la libertad de todos los seres humanos. Ese derecho no es incompatible con ninguna creencia religiosa, sólo es incompatible con la intolerancia. Titubear ante esto no tiene otra excusa que la del pusilánime y es el comienzo de la dejación y el entreguismo. Paradójicamente, la difusión de sus obras es lo que puede acabar salvando a Salman Rushdie.

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