Remedo de algo que fue mejor
Tendrá éxito esta nueva serie: el espíritu de los hermanos Álvarez Quintero no ha muerto todavía, y es el que le da su colorcillo sevillano, sus réplicas con el acento, sus personajillos lozanos y la buena voluntad de todos. Aquí no hay malos. También hay un tipo pintado: el viejo torero desahuciado, viviendo de sus últimos años de chulería y frescura, simpático y mujeriego, entre la grandeza y la picaresca. Jaime de Armiñán tiene buena maña para sentir el viejo teatro, para resucitarlo un poco, restaurarlo algo. Y está además Paco Rabal para mantener el tipo de arrogancia cansada; y en ese primer capítulo, la Emma Penella de los ojos grandes y tiernos y la carne pecadora abundante y madurada. Se avecinan una docena de aventuras iguales o parecidas Seguro que gusta.Pero estamos a mil leguas del relato que dio origen a esta serie y su alargamiento, del episodio de los Cuentos imposibles en el que Armiñán, rozando la grandeza, se salió de las fórmulas. El recuerdo es el de una tensión dramática matizada por la ironía, por la burla andaluza, por la interpretación valiente e inteligente, o intuitiva hasta el máximo. Puede ser que la simiente que dejó el conocimiento de un Juncal verdadero, de los relatos de su vida que Antonio Bienvenida hizo a Armiñán, diera precisamente de sí lo que valió aquel espléndido relato, y lo demás sean repeticiones, fórmulas, trabajo, estudio, intento por recuperar la vena. Y la afición al teatro, en la composición de escenas, en los monologuillos o arias de cada personaje -incluyendo a Rafael Álvarez, El Brujo, igual a sí mismo-; y la necesidad de que todo sea muy andaluz, por las razones que sean.
Puede ser, si la serie se desliza por este camino y no se le notan demasiado las prolongaciones para cumplir cada capítulo, que sea una de las mejores de las que ha producido en los últimos tiempos TVE -sin recordar otros más grandes en que dirigían e inventaban el propio Armiñán, Marsillach, Fernán-Gómez; tiempos en que la burocracia, el gremialismo, el peso de la casa, las limitaciones, no habían agotado la creación de arte dramático en la televisión- y de las que tengan más audiencia. Está hecha para eso, para desprender simpatía y atractivo y para reconquistar el valor de lo fácilmente popular. No es más que un término relativo: lo mejor, dentro de lo que se puede. La grandeza es otra cosa. Lo que se lamenta es que Armiñán, que la ha conseguido muchas veces en la televisión, indiscutiblemente en el cine, tenga ahora que adoptar la solución de la facilidad. Se sospecha que pueda ser un signo del descenso a la mediocridad de todos.
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