El invierno tibio
Yo nací en el mes de enero, una noche de fuerte nevada. Mi madre lo ha comentado en alguna ocasión, pues habiendo sufrido ella una caída, el parto fue por días prematuro, lo cual ha hecho de mí un hombre receloso, como si un segundo gran batacazo me aguardara en la vida. Cuando yo era niño nevaba mucho más, o bien el formato reducido de la infancia hacía de la nieve un fenómeno de mayor envergadura. Ahora parece que el planeta se ha secado, y la deforestación de Brasil ha transformado el clima. Otros apuntan hacia causas astronómicas, tan lejanas y poéticas como el rubor en la cara del Sol. Otros, en fin, señalan la influencia de la bomba atómica, haciendo del proyectil del siglo XX un oráculo nefasto y caprichoso, quizá no sin razón. Lo seguro es que la ciencia de los climas, como la del átomo, es probabilística e incierta, y las más de las veces no pasa de la fase descriptiva de un fenómeno o de su mera constatación. Así que la nuestra, con ser una estadística rudimentaria, puede no ser inútil. Antaño nevaba mucho más, y para nieves, las de antes. Naturalmente, nadie se halla en condiciones de afirmar lo contrario. Para nieves, las del futuro, es una absurda proposición.Conversando sobre las potencias del espíritu, Luis Buñuel revolucionó la biología neuronal al asegurar que la imaginación es un músculo, y como tal, quien quiere puede practicar esa gimnasia, y como otros músculos, si no se ejercita pierde cachas o se atrofia. Durante algún tiempo yo quise ejercitar la imaginación del frío, y buscaba en mi entorno cuanto pudiera servirme de halteras o de trampolín. Trabajaba yo entonces en una novela cuya intención era parcialmente congeladora, toda vez que uno de los protagonistas, que aquí distingo de ese auxiliar que suele ser el narrador, sin que la distinción me importe un pito, sufría un proceso de locura controlada que a mí se me antojaba azul y magnífica como las noches de enero. Era una alucinación debida al frío en la que las metáforas más concurridas relacionaban la escarcha y el amor. Recuerdo haber dedicado mi atención, de suyo divagante, a cuantas anécdotas ajenas tuvieran por base el frío. Así entré en contacto con una parte importante de la experiencia del invierno. Un labriego ya de edad, mulero de infantería en Teruel en el año 1938, me habló de la recogida de cadáveres en los campos de nieve, tiesecitos y cómodos de transportar por pares o tríos en los flancos de las mulas, como queriendo facilitar aquella logística funeraria a un diezmado regimiento. Una carnicera a la que un día sorprendí con un insólito peinado (las guadejas reunidas en rosetas ibéricas a los lados de la cabeza, sangrienta dama de Elche tras el mostrador) me confesó que era por evitar a sus orejas el castigo de los sabañones. Alguien más me contó el recuerdo de una infancia desolada con detalles tan sórdidos y helados que sólo pude retener la idea abstracta del mito del carbón. Un hombre que había perdido la nariz de un mordisco en una disputa entre caballeros (insistía en que hubo devolución y no deglución del miembro amputado) me confió que el frío acaramelaba el muñón facial, y le daba la impresión de poseer de nuevo un apéndice intacto pero helado. Así pues, la experiencia del invierno puede ser sórdida y exaltante a la vez, como la del triste feo que por un lapso de tiempo recupera una flamante nariz de cristal. Ésa y otras melancolías más o menos sublimadas encontraban aplicación en la historia que yo estaba construyendo. Madrid era el recuerdo de un radiador tibio. La imaginacion se ejercitaba pasando de ínfimos detalles a sucesos portentosos, y viceversa, porque deducir el detalle ínfimo de un portento es tan gimnástico como su contrario. Era el crudo invierno de 1978 en un ámbito rural, y la novela, como no podía ser menos, concluía con la muerte en primavera.
Luego tuve del frío una curiosidad menos interesada pero no por ello exenta de emoción. He visto sangrar el cochino sobre la nieve, y esa agonía que mezclaba dos elementos tan puros y tan dispares me produjo cierta sensualidad que dicen procura a veces el espectáculo de la muerte. No me resisto a evocar aquel placer culpable, aun cuando todo concluyera en el barro, mientras el matarife de botas espesas finalizaba su labor a la luz de los faros de un Ford Fiesta. El frío suele representarse bajo las apariencias de objetos punzantes (cuchilladas del frío, agujas de hielo), de ahí que no sea de extrañar que el invierno escoja como heráldica la panoplia bien surtida (el frío acero) de las carnicerías.
Me pregunto si existirá alguna tribu olvidada, algún clan de yetis, que adore el hielo, como los egipcios adoraban al Sol. El coronel Aureliano Buendía, delante del pelotón de fusilamiento, recordaba el día en que su padre le llevó a conocer el hielo, pero no era una deidad, sino el producto paralelepipédico de un compresor en una barraca de feria. Al coronel Buendía aquel témpano únicamente le quemó los dedos, como habitado por un diablejo prácticamente inofensivo. Los finlandeses poseen una tradición de Reina de las Nieves, suerte de virgen errática perseguida en la tundra por un séquito de sabandijas. Es posible que en ese continente que es Siberia perviva algún culto prehistórico al frío, con rituales de inmersión en lagos helados y bendiciones con manos yertas. Pero sin ir tan lejos, y sin salir de casa, el lector puede recogerse frente a la pequerla divinidad polar del frigorífico, aquel frío domesticado que tantoasombró a Buendía, donde elhombre occidental renueva semanalmente las ofrendas propiciatorias que luego han de ser consumidas, la leche y el pescado, las cervezas, el cava y lospotecitos de yogur. Del sancta sanctórum del congelador, débilmente iluminado, surge un zumbido que es la Presencia, y una nubecilla de vaho azul.
Es el único recurso que queda a la imaginación en este invierno tibio que estamos pasando. Quentin Compson, el héroe de Faulkner, rememora en su gélida habitación de Harvard una terrible historia. Un médico ruso, Bulgakov, reúne en un libro de relatos su guerra civil y el frío como sólo un mulero español de infantería destacado en Teruel podría hacerlo. Yo he vuelto estos días con esas lecturas al lugar donde hace 10 años compuse mi novela. El frío de este invierno queda a merced de la memoria. Desde donde esto escribo veo una línea de cumbres: el collado blanco de la sierra de Neila, el perfil nevado de la Demanda, la cresta de hielo de los Picos de Urbión. Pero la nieve este año no baja las laderas. La selva tropical desaparece, se instala el anticiclón y aquí no nieva.
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