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Intercambios simbólicos

Cuando los artistas despechados de provincias venían a Madrid a fabricarse la gloria, se proporcionaban un itinerario de tertulias y lugares santos cuya visita era fervorosa y útil. Se tomaba contacto o se hacían relaciones o lo que fuera, pero el caso es que existía la posibilidad de encontrarse cara a cara con los cráneos privilegiados y de departir con ellos. Todo este aparato se sostenía en el principio de que la gente tenía muchas cosas que decir o por lo menos de que abrir la boca era un alivio. También la gente se sentía a gusto cuando estaba junta y del calor humano siempre podía resultar alguna clase de esclarecimiento. No eran tiempos buenos ni malos, simplemente eran tiempos en que lo bueno y lo malo podía juzgarse a la luz del día o de la noche, la carne era táctil y el pensamiento como una necesidad. Casi hasta los años ochenta todo lo dicho hasta aquí era bastante verdad.Luego las tertulias desaparecieron de pronto y vino otra cosa. No se trata de comparar esto con aquello, sino de decir qué es esto. Desaparecieron las tertulias pero no es exacto decir que sólo desaparecieron las tertulias, porque también desapareció un tipo de intelectual o de artista y tampoco ese trabajo se vio de la misma forma. En general, no es falso decir que las figuras dialogantes se quedaron sin oficio y que surgió otra figura retraída que miraba la realidad con visión de mercado. Desapareció el intelectual con orgullo de sí mismo y apareció el publicista, que imitaba al intelectual y que consideraba ese trabajo como un intercambio simbólico de productos cuyo valor dependía de equilibrios bursátiles. Paradójicamente, el ser artista o intelectual se cotizó al alza y nunca, como desde ese momento, tuvo tanto prestigio social ser esa cosa. Los publicistas se encerraron en sus casas y sólo enseñaron la cara para salir por la tele o para firmar en los periódicos. Su valor en el mercado dependía de la cuota, que defendían como lobos, de apariciones en medios de comunicación. No se trataba de decir o de tocar, sino de ser visto. A eso se le empezó a llamar "imagen".

Como resultado de esta bonita enajenación, el nuevo intelectual o artista agrandó su presencia en la misma medida que vaciaba los contenidos de su bolsa. El pensamiento o la obra se vendía más que nunca, pero el pensamiento y la obra tenían la densidad de un agujero practicado en el tuétano del cerebro. La sociedad, o como quiera llamarse al artilugio, aceptó sin discusión la gigantesca comedia. Tanto la política editorial de los medios, como la política, tipo Frente de Juventudes, del ministerio al uso, ayudaron en cuanto pudieron. Se juzgaban los símbolos, los nombres y una hipotética demanda -asentada sobre un vacío absoluto-, muy pocas veces los contenidos o su destino dentro del esquema de un propósito.

Dicho así, ésta es unarealidad tosca, pero es que la realidad es tosca. Lamentablamente para los espíritus que aspiran a la complejidad.

Los artistas despechados de provincias no tienen necesidad, hoy en día, de venir a la capital cultural de Castilla para saber lo que está pasando. Les basta y sobra con ver las tertulias televisivas, el programa de actividades del Ayuntamiento o echar un vistazo a las páginas de los periódicos. Todo lo que se dice y todo lo que se tiene que decir está ahí. No hay diálogos secretos, conjuras filosóficas en las tabernas ni corrientes subterráneas del saber. E intelectual que no esté en Prado del Rey, se encontrará posiblemente en el Museo de Historia Natural, donde no hace falta visitarle.

Cuando uno observa esos documentos del presente, puede llegar a pensar que vivimos en el reino de la arbitrariedad. Nada más falso. Vivimos en el reino del agujero, en el que cualquier sombra puede suplantar el vacío.

Una pregunta para terminar. ¿Qué va a quedar de todo esto? ¿Qué se encontrarán los que vienen? Una vez vi una película en la que un policía maltrataba a un confidente. Su compañero le observó impasible y después, con la misma impasibilidad, le dijo: "Se lo estás poniendo muy difícil al que venga detrás". Eso.

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