A los diputados europeos
Honorables diputados:Los que esperamos con ilusión que una Europa unida sea firme realidad y, por añadidura, nos libere a los españoles de nuestros demonios colectivos, consideramos emplazado a ese joven Parlamento a lograr, como principal responsable, esa transfiguración histórica. Es deber, por ello, de cualquier ciudadano que lleve a Europa en su corazón, el señalar a sus señorías los traspiés que a su leal saber y entender den y los caminos equivocados que tomen en los acuerdos de esa Cámara supranacional. Como español que lleva en sus venas sangre de varios países europeos y convencido y activo entusiasta de esa Europa que emerge en el horizonte, me atrevo a indicar a sus señorías que cometerán un error grave si propugnan -como cantan rumores- que se prohíban o simplemente se condenen moralmente las corridas de toros. Vean por qué.
Las fiestas populares vienen siempre de muy lejos y, si perduran vivas tanto tiempo, no es por inercia o casualidad, sino porque responden a los sentimientos y al sistema de valores de quienes las celebran. Suprimir la fiesta tradicional de un pueblo, amputarle su diversión mayor, es como dejarle sin oxígeno, ya que es precisamente en esas fiestas donde respiran y se solazan las gentes todas de un país. Y las corridas de toros son, claro está, la fiesta más genuina de los españoles y, por extensión natural, de muchas de nuestras naciones hermanas del otro lado de la mar océano.
No piensen sus señorías que la relación del hombre con el toro ha nacido en España. Es una relación milenaria que viene del hondón de la historia. En Grecia y Roma tuvo el toro salvaje carácter religioso, venatorio o lúdico, y, probablemente, su presencia fue aún mayor en el mito y en los espectáculos populares de la civilización minoica de Cnossos. Este toro salvaje o Bos primigenius, que los alemanes llamaban Auerochs, uno de cuyos últimos rebaños tenía en el siglo XVII el rey de Prusia en sus cazaderos de las lindes con los bosques de Varsovia y que el curioso Leibniz mandó dibujar temiendo su desaparición -no dirán sus señorías que le falten a la fiera pergaminos europeos-, este toro primitivo, digo, dio origen al toro bravo, una subespecie del Bos Taurus o bóvido, que sólo se ha conservado desde la prehistoria en la península Ibérica. Ya a comienzos del siglo XIV se habla de él en nuestros documentos y relatos literarios como eje de públicos festejos; después, los caballeros :nobles gustaron de alancearlos ante las damas de la corte, ayudados por espoliques o peones de brega. Fue a finales del siglo XVII cuando se produce la revolución y son esos peones los que se convierten en matadores, relegando los caballos a suertes secundarias. El andaluz Francisco Romero es el primer gran diestro que emplea el estoque, pero serían los navarros y no los andaluces quienes crearían la más antigua tauromaquia o arte de lidiar toros.
Porque, honorables diputados, el toreo es un arte, pero un arte dramático. Como arte que es, ha evolucionado al igual que cualquier otro: en él pueden estudiarse los orígenes, las nuevas técnicas, la invención de suertes o lances nuevos y el cambio de los estilos, hasta el manierismo actual. Pero, repetimos, es además un drama, la lucha, como se ha dicho, entre el punto y la línea, entre la vertical del torero y la horizontal del animal, pero una lucha que tiene una especial virtud que salva la aparente crueldad que algunas de sus señorías ven en la lidia, a saber, el riesgo que corre el torero de ser cogido y hasta de morir sobre la arena del ruedo. Sin riesgo no hay corrida. Si se embolan los cuernos del toro, si se torean becerritos que aún carecen de cornamenta agresiva, si se apliIcan muchas falsificaciones del reglamento taurino, la corrida se convierte en una capea, en una parodia, donde quedan humillados a la vez el toro, el torero y el respetable público. Al correr los toros en las numerosas plazas de España y de América -y ahora de Portugal y del sur de Francia, aunque en estas plazas, por prohibición legal, se mata el toro de un puntillazo en el corral, o se le electrocuta, sin riesgo alguno para el matarife caen heridos muchos diestros y alguno herido de muerte. La fiesta de los toros, ha dicho el poeta García Lorca, es una fiesta perfecta, "exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo", donde "el torero, mordido por el duende, que puede destruirlo, da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos". El torero valiente no es un inconsciente que desdeñe el peligro; es valiente porque domina el miedo y aguanta sin enmendarse el paso del toro por donde corresponde. "El toreo", dijo el escritor republicano José Bergamín, "es un juego vivo de inteligencia, tan exclusivamente inteligente que el error más mínimo contra la exactitud de la ejecución de sus suertes le puede costar al lidiador la vida"... ¡La suerte o la muerte! Y fue justamente García Lorca el que escribió su magistral Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, famoso torero muerto por un toro en la plaza manchega de Manzanares, en el que decía: "Dile a la luna que venga, / que no quiero ver la sangre / de Ignacio sobre la arena".
¿Cómo no iban a ser en nuestra historia las corridas de toros un hecho de primer orden si los toreros famosos entusiasmaban tanto a las duquesas como a la gente pobre, la cual, antes de entrar España en la dinámica del desarrollo, era capaz de hasta empeñar el colchón para poder ir a verlos? Y, créanme sus señorías, no existe para un artista mayor gloria en la tierra como la gloria del torero, saludando, solo en el centro del ruedo, en una buena tarde de toros.
Honorables diputados: el hombre tiene pocas ocupaciones que le satisfagan plenamente, pocas ocupaciones felicitarias. La caza es una de ellas y, para la mayoría de los españoles, ver correr los toros, otra. ¿Son más crueles las riñas de gallos que aún practican los americanos del Sur? ¿Es más cruel la caza que la lidia? Tengo poca experiencia cinegética para poder opinar, pero a la pieza -perdiz, rebeco, tigre o zorro-, acosada, batida, ojeada, perseguida por jaurías en ladra y jinetes enloquecidos, sólo la salva el fallo del cazador, mientras al toro le indulta de la muerte su propia bravura, como reza el reglamento taurino.
¿Han pensado sus señorías que si se prohibiesen las corridas de toros se acabaría la alegría de muchos españoles, que se quedarían mudos, sin saber de qué hablar? ¿No se dan cuenta sus señorías que, en tal caso, desaparecería esa subespecie del toro bravo, que nuestros ganaderos han cuidado de seleccionar y conservar durante siglos? Y extinguir una especie, ¿no es un delito ecológico en estos tiempos? ¿Han caído en la cuenta sus señorías de que se abandonarían fincas de secano por falta de manadas bravas que sólo ellas las hacen rentables, y que mucha mano de obra se quedaría sin trabajo: vaqueros, garrochistas, mayorales, toreros y sus cuadrillas, monosabios, mulilleros, empleados de los cosos, sastres, bordadoras de los trajes de luces, etcétera?
¿Va a crear la CEE una comisión especial para la reconversión de este arte imposibilitado de ser? ¿Vamos a enseñar informática u otra cualquiera de las nuevas tecnologías a esas gentes que sólo saben -y eso muy bien- de querencias, de castas, de manías, de trapío de los toros? ¿Creen, por último, sus señorías, oportuno el plantear este tema que tanto desgarraría el alma a la mayor parte de mis compatriotas en un momento en que han entrado los españoles con ganas en la Comunidad Europea y, como ha dicho Jacques Delors hace unos días al izar la bandera azul de las 12 estrellas en pleno centro de Madrid, "han transmitido parte de su entusiasmo al resto de la Comunidad"?
El toro, honorables diputados, está inserto en toda la cultura europea y en sus antecedentes grecorromanos. Julio César ha descrito cómo cazaba el urus salvaje en los momentos quedos de su bélico andar y, por hablar de los dioses, nada menos que Zeus tuvo que transformarse en un toro de resplandeciente blancura para conquistar a la hermosa Europa, hija de Agenor, y raptarla. Y pudo raptarla porque Europa empezó a enamorarse del bello animal y se subió a su grupa. ¿No resultaría, señorías, una contradicción, y hasta una ofensa a la mitología, que ahora la nueva Europa nos raptase al toro?
Me atrevo a pedir a sus señorías que, antes de decidir nada definitivo sobre esta cuestión, participen en una tienta en el campo, a lo que estoy seguro que les invitará gustosamente el Gobierno de nuestra nación. Una tienta es donde se prueban y se eligen las posibles madres de los toros bravos. Allí, en el tentadero, se tantea, sin sangre alguna, su bravura, es decir, las ganas de embestir. Allí deben torear sus señorías un becerrete al alimón, esto es, cogiendo el capote por una punta al mismo tiempo que un profesional lo coge por la otra. El torete pasa por en medio sin riesgo alguno para nadie. Sólo con eso, estoy convencido que podrán entender entonces sus señorías esa extraña amistad entre el hombre español y el toro bravo. Porque únicamente entendiendo de lo que se habla, cogiendo al toro del asunto por los cuernos, pueden llegar sus señorías a conclusiones certeras. Y podremos concederles entonces el adjetivo homérico de europos, que significa "el que ve a lo lejos".
Con mi agradecimiento...
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