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Tribuna
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Normales

El reciente levantamiento de la veda contra las sectas, aparte de sus resabios inquisitoriales, suscita una cierta perplejidad ante la capacidad colectiva de convertir lo habitual en normal y condenar lo insólito, simplemente por raro y no común. Cuando los bienes escasos son objeto de especial codicia en el tráfico económico, resulta curiosa la propensión social a marginar las experiencias que se salen de lo corriente y a aplicarles una ecuación según la cual la respetabilidad es aritméticamente proporcional a la abundancia y repetitividad de los comportamientos. Así, cuesta sudor y lágrimas que la sociedad asimile a homosexuales, madres solteras, divorciados, punks u objetores de conciencia, mientras están perfectamente integrados, y con marchamo de normales, ciudadanos machistas, padres desaprensivos, matrimonios tediosos, jóvenes repeinados y muchachos belicistas.El fenómeno es tanto más chocante cuanto más exigentes son los baremos morales que se utilizan para medir la normalidad. Porque sonroja observar que los cargos que se esgrimen contra los integrantes de las sectas perseguidas guardan relación con supuestas manipulaciones de las conciencias, lavados de cerebro de los jóvenes o coacciones económicas, cuando no se extraen sospechas neuróticas de la convivencia extrafamillar de varias personas bajo un mismo techo o de la compañía de algunos animales. ¿Qué ocurre, en cambio, cuando, como toda la vida, se utiliza desde la ortodoxia la credulidad de las gentes o se aliena a los fieles en nombre del más allá? ¿Qué pasa con los negocios religiosos? ¿Se atreve alguien a investigar en los confesonarios o a sacar conclusiones apresuradas de la vida en comunidad de grupos de mancebos o mancebas unidos por el voto de castidad? ¿Quién mete las narices en las cuentas del Opus Dei?

Por estrambóticos que sean los ritos, manipuladores los credos o lucrativas las costumbres, cuando las prácticas religiosas son normales, incluso para un Estado laico, todo está permitido.

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