Una fiesta de los ciudadanos
TAL VEZ haya llegado el momento de intentar una consideración no pasional -es decir, racional- de nuestra propia historia. La nueva configuración del Estado consagrada por la Constitución de 1978 dio motivo a una carrera desenfrenada en pos de genuinas señas de identidad de nacionalidades, regiones y hasta municipios y parroquias. La movilización de la historia al servicio de intereses políticos partidistas, si bien no constituye una novedad entre nosotros, ha brillado con inusitado resplandor en estos años fundacionales de la España de las autonomías. Al rebujo de esa movilización historiográfica cayeron, junto a mitos insostenibles del patrioterismo español, jirones enteros del pasado, tachados por inconvenientes o corregidos por inoportunos. Cierto papanatismo, tan nacional como la sangría, ha contribuido a la confusión, expresada hoy, por ejemplo, en la mezcla de obviedades y doctrinarismos que constituyen el cuerpo de granaderos de feroces ofensivas contra sombras que si nunca fueron gigantes, ahora ni siquiera son molinos.Por decisión casi unánime de los representantes de la voluntad popular, el 12 de octubre, conmemoración de la llegada a América de las carabelas colombinas, es desde el año pasado la fiesta nacional de España. La institución de las fiestas nacionales entronca con.la tradición liberal. Vino a sustituir, desde la'nueva mentalidad secular, a la veta que relacionaba la identidad nacional con mitos, valores y costumbres de raíz religiosa. La nación a que se refiere esa tradición laica y liberal no es algo distinto de quienes la forman: los ciudadanos. La fiesta nacional debe considerarse, así pues, como una afirmación de los valores asociados a la modernidad.
Esa concepción es opuesta a la atávica y esencialista de todos nuestros nacionalismos particularistas -sin excluir al padre de todos ellos: el casticismo hispano-, caracterizados por la afirmación en negativo, por rechazo a lo exterior, de la propia identidad. La elección del 12 de octubre ha resultado polémica en determinados medios. Pero parece más el resultado de los restos de niebla persistentes en las mentalidades que de argumentos racionales. A cinco siglos de distancia, no es, no puede ser, el modelo de actuación de la Conquista lo que se reivindica, sino la significación histórica de unos episodios que supusieron el más importante esfuerzo de proyección exterior de los españoles y sin los que no se entendería la historia moderna de la humanidad. Hemos dicho de los españoles: pues si fue el de Castilla el pendón que las tres carabelas llevaron al Nuevo Mundo, pronto se asociaron a la empresa colonizadora, indistintamente, hijos de Cataluña y de Vasconia, de Aragón o de Extremadura, de Galicia o de Valencia.
Esa empresa forma parte de la historia y constituye, independientemente del juicio que merezcan las actitudes -y éstas no podían ser diferentes de las propias de la época-, un hecho de civilización. Es el legado de.España, y en particular la lengua común, lo que permite hoy a América Latina una proyección como comunidad cultural -y como colectividad política y económica- que hubiera sido imposible sin la empresa iniciada hace cinco siglos. Basta recordar los dramas vividos en Centroeuropa durante los dos últimos siglos, incluyendo no pocas guerras y desplazamientos de comunidades enteras, para valorar lo que el hecho civilizador de la colonización española supuso para América. Lo que se conmemora no es un repliegue casticista sobre el tronco de la raza, sino el despliegue de un proyecto de civilización compartido y que, a estas alturas, ni va ni puede ir contra nadie. Por lo demás, puestos a elegir códigos de identificación colectiva, no parece que en nuestra historia puedan hallarse muchas efemérides comparables a la que hoy se conmemora.
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