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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOTÚNEZ, LUNA MENGUANTE/ y 5
Tribuna
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Pasos fronterizos

Me había propuesto llegar hasta el gran Erg, una de las puertas prohibidas del desierto sahariano, el mundo enigmático y fascinante de las aldeas beréberes y las supervivencias tribales de los nómadas ifriqiyanos. Debo confesar que se trataba de una tentación difícilmente dominable. Pero ya no había tiempo de caer en ella. Éste es mi penúltimo día en Túnez, y el desierto cae un poco a trasmano. Me entero de que hay una línea aérea que enlaza Túnez con el oasis de Tawzar, a orillas del chott El Djérid. Pero, ¿quién se decide? Ni siquiera me sedujo asomarme, por el aire, a ese inmenso espejo lacustre cubierto de cristales de sal donde se alojan los djinns, una estrafalaria familia de duendes que inoculan a quien los mira la enfermedad del extravío perpetuo, lo que tampoco es cómodo.Al otro lado del chott queda Qabili, pórtico de la meseta desértica del Erg. Pero nada más disparatado que las prisas -los aviones- para penetrar en ese universo regido por diversas quimeras de mi predilección. Aparte de que las autoridades tunecinas tampoco permiten que se ande por allí si no es en una caravana organizada. Y uno ya no está para esas caravanas. Tampoco es que desconociera el Sáhara: anduve una vez por la linde occidental de lo que todavía era Villa Cisneros, y otra, por la frontera argelina, al sur de Tinduf, camino de los campamentos de refugiados saharauis de Smara. Pero me apetecía mucho ampliar ahora esas andanzas emocionantes. Si lo recuerdo es para remarcar de lo que me privo.

"Balizadores del desierto"

A propósito del desierto, tengo muy presente una película de un realizador tunecino -Nacer Khemir- que, sin ser óptima, ofrecía una extraordinaria limpieza expositiva. Trataba de los llamados "balizadores del desierto", esos fantasmas de antigua memoria prisioneros en los espejismos saharianos. Una leyenda conmovedora, una patética metáfora sobre unas vidas todavía pertenecientes al sueño de los expulsados del paraíso. La nostalgia del jardín de Córdoba asediando a los hijos de los hijos de los beréberes que un día fueran andalusíes.

De modo que, tras la renuncia a barruntar todo eso, tuve que resarcirme con la visita imperiosa a Qayrawan, pasando por Susah. Hasta podía dormir allí, si lo justificaba a saber qué. Esta vez también hice el viaje en un coche alquilado, pues mi experiencia ferroviaria no me suministró más que una plausible tendencia a no repetirla. La carretera del Sur apenas parece transitada y corre entre planicies yermas, como erosionadas por varias clases de vientos ominosos. Algunos olivares y pimentales, algunas manchas de eucaliptos y cipreses aminoran a trechos la impresión de recorrer una comarca inhóspita. Tras las colinas de Tebessa, ya en estas últimas estribaciones del Atlas, aparece casi de improviso Qayrawan.

Fundada en 671 por Oqba Ibn Nafii -uno de los míticos compañeros del Profeta-, Qayrawan es, sin duda, el máximo centro de irradiación doctrinaria del Magreb y la primera ciudad santa del islam occidental. Quien la visita siete veces queda eximido del dogma de la peregrinación a La Meca. Basta asomarse al recinto amurallado para saber que éste es otro Túnez, por supuesto que el más indemne hasta ahora de los contaglos occidentales. Algo hay aquí, en efecto, de fronterizo. El mismo regusto ambiental, la misma profusión de atuendos árabes -caftanes, hayeqes, jebbas-, el tono general de la vida son ya muy distintos a los anteriormente vistos. O bien son ya muy similares a los previamente imaginados. Intramuros de la ciudad, todo parece estabilizarse en sus propias suntuosidades históricas. Hasta la arquitectura popular de la medina mantiene una pureza de formas y ornamentos que a buen seguro ha bastado para frenar en parte la insolencla municipal de los zocos. "El color y yo formamos una unidad", dijo Paul Klee de modo nada abstracto cuando anduvo por estas trochas.

Qayrawan cuenta con siete mezquitas principales y cuatro zauias o mausoleos de santos. Sólo pude entrar en dos y, antes que en ninguno, en la gran mezquita, fundada hace 13 siglos (trece) y devotamente restaurada en diferentes épocas. Como en la doncella del Himno de los himnos, como en los grandes palacios árabes medievales, "toda la belleza está dentro". Por fuera, la gran mezquita no es sino un cuadrilátero amurallado, del neutro color del ladrillo, con un poderoso alminar y algunas cúpulas severas. Sólo eso. Hay que penetrar en su interior para entender con qué exquisita elegancia se han soslayado las alegaciones externas del boato. Es como una piedra preciosa envuelta en un material modesto. Igual podría decirse de la Alhambra granadina o de la mezquita cordobesa.

Un amplio y sobrio patio porticado se extiende ante la sala de las plegarias, a la que tienen vetado el acceso los infieles, aunque sí permiten que se observe el interior a través de sus siete puertas. La sala, con la joya refulgente del mihrab entre las columnas del fondo, es un prodigio decorativo. Todo está labrado, taraceado, cincelado, esculpido con unción de miniaturista oriental. Contemplar ese esplendor Induce rápidamente a suponer que algo inviolable le ha sido asignado a este rincón del mundo.

La mezquita de Thletha Babane posee, tal vez, la más rica fachada de Qairawan. La mandó construir a finales del siglo IX un santo varón emigrado de Córdoba, y no diré que eso se nota porque no sé en qué puede notarse. La observé de muchas admirativas maneras antes de visitar la zauia de Sidi Bahab; una lujosa serie de patios, galerías y salones decorados con un frenesí incalculable. El paroxismo barroco del refinamiento. Bajo el porche de uno de los patios, a la puerta de la sala de las reliquias, había un árabe de obesidad lastimosa recostado sobre unos almohadones. Una muchacha envuelta en una fina jebba le cortaba con arrobo de sacerdotisa las uñas de los pies. El personaje era lo más parecido que había al pachá de todas las alegorías del pachá. No me miró para sugerirme espasmódicamente que estaba prohibido entrar en la sala de las reliquias.

Entre Qairawan y Susah, rumbo a la costa, hay unos 60 kilómetros de carretera mediocre. Pero ni el paisaje ni la ciudad lo son. Fundada antes quizá que Cartago por los viajantes de comercio fenicios, Susah -la Hadramatum de los romanos- pasó a convertirse en un próspero enclave marítimo cuando los árabes de Oqba Ibn Nafii se la arrebataron a los beréberes de la reina Qahena. La ciudad es un damero donde alternan blancas apreturas y desahogos rojizos: por una parte, la medina y los más que prudentes distritos residenciales, y por otra, las murallas de la gran mezquita, el manar o torre vigía de Khalaf al Fata y la fortaleza almorávide.

Como tampoco he venido aquí a levantar ningún plano, vi todo eso muy de pasada, o muy por fuera. En donde sí entré, con la discreta pretensión de recuperar el aliento, fue en un hotel de la playa. Bebí la misma ginebra que suelo beber en Madrid, mientras leía sin ganas un periódico nacional, Le Renouveau, exactamente del 22 de septiembre. En seguida me fijé en un titular inaudito, muy destacado a tres columnas, que decía así: "Epouse adultère". La impensable noticia aclaraba que la adúltera podía ser condenada, según el código penal tunecino, a cinco años de prisión y a una multa de 500 dinares. Coño con la multa.

A la noche, después de andar al pairo un buen rato, se me ocurrió recalar en un restaurante de los catalogados como típicos. Más que nada porque se anunciaba la actuación de una bailarina llamada Leila Rahmani. No me arrepentí del todo. Durante la comida -una suculenta ojja y un endeble tinto de Thibar-, la bailarina serpenteaba entre las mesas. A veces, cuando permanecía inmóvil, su mano reincidía en un ademán sahariano: el de espantar las moscas. Por lo demás, se había aprendido muy bien cómo se trasvasa una danza sagrada a un baile de salón. Usaba una técnica lujuriosa y removía con mucha profesionalidad la rítmica sonaja de los pezones, mientras los hombres de negocios le introducían por la pechera billetes de banco. El espectáculo no era ni grosero ni aleccionador.

El anciano

Sin ninguna inseguridad ciudadana salí del restaurante y me senté en la plaza que se abre entre el mar y la medina. Había por allí gentes diversas, pero no apeñuscadas. A un lado, jóvenes árabes bebiendo té o café, y al otro, adultos europeos bebiendo café o té. Cruzó entonces por allí enmedio en anciano con toda la apariencia de llevar las liendres insignes del peregrinaje prendidas del caftan harapiento, un santón tal vez llegado de las tierras desérticas donde se sigue hablando el sened, la lengua de los beréberes. No miró a nadie ni nadie lo miró a él. Era la efigie inmemorial de un mundo que prevalece a duras penas entre tantas subrepticias formas de dispersión. No a través de la santurronería, no en función de sus restricciones dogmáticas, sino por todo lo contrario: por el rango magnífico de su sensibilidad cultural.

En un edificio de esta plaza de Susah hay un rótulo en árabe y, más abajo, otro en francés: "Programme national d'erradication des logements rudimentaires". Encima del arco labrado de la puerta flamea la bandera tunecina. La bandera tunecina también incluye el símbolo musulmán de la luna. Es una luna menguante.

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