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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOTÚNEZ, LUNA MENGUANTE / 4
Tribuna
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Ocupaciones de la moda

Con el alba -o con lo que yo llamo alba- me desembaracé de telarañas depresivas y acudí al reclamo de Bizerta. Hice el viaje en un tren justamente mugriento y aquejado de una lentitud asnal: empleó algo más de dos horas en cubrir unos 60 kilómetros. El nombre de Bizerta remite ya a un buen surtido de imágenes retrospectivas, entre las que no son menos vistosas -por eludir las romanas- la estampa de san Agustín ni el aguafuerte de Barbarroja. En un lugar donde los rebaños de corderos pastan entre mosaicos paleocristianos, la vida cotidiana puede oler a antropología cultural de modo fastuoso. Además, aquí también hay huellas sobradas de castellanos triunfantes y andaluces vencidos, así que mejor me lo ponen.La medina de Bizerta carece de zocos, lo cual es un respiro entre tanta barahúnda artesanal ya soportada. Queda a espaldas del puerto viejo, un entrante del mar jalonado de barcas de bajura. El inevitable tono blanquiceleste de sus muros se repele con el ocre musgoso de las fortificaciones españolas, que en nada se distinguen de cualquier otro ejemplo de la arquitectura militar del siglo XVI. Subí hasta el todavía llamado barrio de los andaluces, es decir, el que fundaran los mudéjares andaluces huidos del azote cristiano. Y resultó ser un suburbio paupérrimo, de casitas muy humildes y -raro asunto- muy enemistadas con la cal. Se conoce que los andalusíes que se refugiaron aquí se vinieron con lo puesto.

Identidad perdida

No sé si por mitigar esa visión desdichada, decidí acercarme al club náutico. La terraza del restaurante mira al golfo de Bizerta, y allí probé una langosta mediterránea no memorable y bebí un vino blanco del país, un Sidi Raires, muy grato de boca. Una nave pirata y un galeón cristiano surcan las imaginarias periferias de la bruma. Ya se sabe que la ciudad fue sonado motivo de disputa entre turcos y españoles, y cuentan que Carlos V se curó más de un achaque con los imperiales bálsamos del orgullo de habérselas arrebatado a Barbarroja. Mientras reconstruía ese ramplón pasaje literario, descubrí a unos muchachos trajinando por la escollera. Tenían toda la pinta de los pescadores de Zahara de los Atunes.Al día siguiente alquilé un coche y seguí el rumbo contrario de ,la costa, por el llamado Cap Bon. Recorrer el Cap Bon -pronúnciese con acento francés o catalán, a elegir- es un ejercicio sumamente llamativo. ¿A qué rincón del Mediterráneo pertenecen estas playas de rubias arenas y villas blancas, esta sucesión promiscua de centros turísticos modernos, ruinas púnicas y romanas y reductos árabes? En principio, parece ser que ni idea. Una cierta impresión de desconcierto se empecina en desalentar al curioso impertinente. Había leído que Túnez cuenta con unos 1.200 kilómetros de playas, pero ignoraba que estas de aquí tuviesen tan descompensada la identidad, al menos a primera vista. Junto a la melopea del muecín, la faramalla del turismo; junto al harapo del vagabundo oriental, el último modelo del modista occidental-, junto al morabito de los peregrinajes legendarios, el club de trazado ultramoderno; junto a las abluciones, las saunas. Demasiado para un neófito.

Más que un cabo, esta región es una península. Por lo que al pronto se ve, no parece que hayan invadido todo el terreno los especuladores de turno. A medida que se avanza se comprueba que hay zonas bastante bien dispuestas para las alianzas equitativas. Del maridaje de la tradición árabe con la europea ha nacido un híbrido que, en el fondo, no tiene nada de impresentable. Las casas no sobrepasan comúnmente la envergadura de los árboles. Pero esa maraña temperamental que suele llamarse espíritu moderno también ha hecho aquí su agosto. Los vestigios de la romanización o los testimonios de la arabización se compadecen mal con las mañas del urbanismo colonial contemporáneo. No se han producido, sin embargo, demasiadas injurias arquitectónicas. Ocurre como en Benidorm, sólo que exactamente al revés. La propia tierra aparenta tener algo de factor inmunológico.

El campo es de una languidez desordenada, y se pinta de una polvorienta gama de verdes y ocres. Tal vez la proximidad de Sicilla haga ya de reflejo cromático. Cepas, palmeras, olivos, naranjos, granados, cipreses, almendros, se propagan de modo intermitente, entre eriales y barbecheras, hasta el difuso cobalto marítimo. Una rara sorpresa inicial es Solimán, en la ruta de Menzel Bu Zelfa. Solimán fue fundada por las primeras oleadas de andaluces huidos en el siglo XIV. Algún erudito local debe sentirse orgulloso de esa progenie. Pero nadie sabe aquí a qué me refiero cuando le pregunto sobre ese rastro andalusí. La medina conserva alguna azotea de aire alpujarreño, algún lienzo de muro con marcas de La Chanca almeriense o incluso de las masías ibicencas. También el alminar de la mezquita aparece decorado con unas tejas esmaltadas que recuerdan a las trianeras. Lo ,demás es como una aldea de cualquier parte. Un muchacho taciturno se me ofrece para enseñarse las termas de Korbus, la antigua Caldiae Aquae de los patricios romanos. Me pidió por su servicio cinco dinares, los mismos que ganaba al día como conductor de camioneta para hacer portes, unas 700 pesetas.

Un poco más largo, siempre a orillas del mar Latino, quedan las almadrabas de Sidi Daud, y ya en el otro extremo de la península, Kélibia, un caserío blanquísimo al abrigo de una parda fortaleza. Allí mismo, en un callejón con los guijarros pulidos por mil generaciones de camellos, encontré a un vendedor de jazmines, oficio benemérito donde los haya. Era un mozo de aire jocundo, provisto de un chaleco de príncipe, y trasportaba sobre la cabeza, a manera de sombrero, un pequeño redor de esparto. Entre las holguras del esparto llevaba prendidos unos ramitos de jazmines, biznagas los llaman en mi tierra. Un hombre que se dedica a vender jazmines a otros hombres para que éstos los luzcan sobre la oreja no es, con toda probabilidad, un colonizado en sentido estricto. Bebí en el bar italianizante de un hotel una copa de thibarine, un licor de dátil que, como reza su nombre, sabe a botica. Y con ese sabor imprudente me entré por las ruinas púnicas de Kerkuan, que son de mucho mérito y en cuya primitiva área residencial parece ser que veraneaba la aristocracia cartaginesa. Esa noche dormí en la cama del convaleciente de no sabía qué melancólica destemplanza.Hammamat y Nabul, centro bicéfalo de la región, merecieron las imperiables preferencias de Augusto y, andando el tiempo, las de André Gide, que localizó por aquí L'immoraliste. Haminamat tiene casi todo lo que se supone que debe tener una vistosa ciudad provinciana. Mitad árabe, mitad europea -cómo no- lo mismo se apacigua en un campo de golf que se alborota en un campo de Agramante. Centenares de alfombristas, perfumistas, alfareros, orfebres, lapidarios, parecen absober la entera actividad ciudadana. Los demás o deben ser empleados del ocio o lo practican. Por una parte huele a cilantro, a albahaca, a azahar, y por otra, a curtiente, a curry agrio y a crema bronceadora. Lo suyo.

Entre la majestuosa mezquita de Hammamat y la enorme fortaleza de los Hafsides se tiende la medina, y dentro de la medina, el zoco. Si se logra salir ileso del asedio acongojante de los mercaderes hay que acudir a la hospitalaria delicia de la alcazaba, un ameno y tonificante rincón al que apenas llegan los ecos de las trapisondas del mundo. El añil de las puertas y ventanas puede tener, pongamos por caso, el mismo tono que el de la casa de la hurí prometida por el profeta a los bienaventurados. A la misma salida de la alcazaba hay un café turco donde sirven un café turco aromado de agua de rosas y unas muestras de la pâtisserie (sic) árabe que son cosa fina.

Geografía veraniega

De Hammamat a Nabel no hay más que un salto. La carretera sigue el sinuoso relieve de la costa, cuya vista impiden las ampulosas moles de los hoteles, y se adapta a una geografía veraniega con visos de abrumadora. "Ay de mí, que me he perdido", cantan en mi tierra. Si no perdido, sí andaba atarugado. Creí ver entre los matorrales de un jebel el escorzo veloz del chacal, y vi de cierto en una sebkha de aguas verduscas a una colonia de garzas. Entre tantas ventilaciones -provechosas o no- llegadas de la otra orilla del Mediterráneo, esta del negocio hotelero ha resultado ser una variante cosmopolita del jardín de las Hespérides.

Nabel, la antigua Neápolis, parece una copia a escala simétrica de Hammamat: la misma luz, la misma oscuridad, que no son en este caso bellezas iguales. Anduve un poco a la deriva por el centro y me asomé, sólo me asomé, al zoco de la medina, del que salía entonces, junto con los vahos artesanales, un espeso escuadrón de jubilados. Se oían por todas partes músicas muy queridas por mí: viejas -o no tan viejas- melodías árabes. Quizá sea este de la música el más perseverante, incorrupto arraigo cultural de un mundo casi enteramente ocupado por otros. En ninguna calle, en ningún lugar de Túnez oí nada en este sentido que no estuviese vinculado a la tradición musical árabe. Lo cual no dejaba de constitultr en mi caso un estímulo. Incluso para sacar fuerzas de flaqueza.

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