El perdurable atractivo de Cristo
En la polvareda que estos días está levantando la película sobre Cristo de Scorsese hay dos cosas al menos que, no por esperables, resultan menos sorprendentes: una es el escándalo de los cristianos, sobre todo de algunos, como la madre Teresa de Calcuta, cuya probada caridad y tolerancia para con otras religiones no le ha impedido sentirse ultrajada al ver a Cristo flaqueando ante la carne; la otra, mucho más importante, el interés que aún sigue despertando la figura de Jesucristo en nuestra secularizada y cosmopolita sociedad contemporánea, donde el cristianismo, en sus muchas variantes, aparece sometido a un proceso de lenta difuminación, continuamente contrarrestado, sin embargo, por continuos revivals fundamentalistas, milenaristas y liberacionistas.Por lo que hace al primer punto, hay que decir que las invectivas de Cristo contra "los que escandalizaren" (Mt. 17,6 y ss.) que suelen citar los actuales escandalizados sólo encuentran su adecuada contextualización en la doctrina sobre el escándalo que Pablo desarrolla en Rom. 14, 13 y ss., donde somete el escándalo a la caridad, entendida no tanto como tolerancia cuanto como preservación de la comunidad fraterna. Dice allí Pablo: "Yo sé y confío en el Señor Jesús que nada hay de suyo impuro; mas para aquel que juzga que algo es impuro, para él lo es. Si por tu comida tu hermano se escandaliza, no andas ya en caridad. Que no se pierda por tu comida aquel por quien Cristo murió".
Claramente se desprende de estas palabras que, para el gran organizador de la Iglesia primitiva, el escándalo sólo existe para los pusilánimes -y por cierto, con un claro toque de mezquina envidia-, aunque siendo éstos los más y los más necesitados, los fuertes no pueden menos de condescender con su pusilanimidad "para su edificación". El resultado no es ciertamente la comunidad de hombres libres que Pablo pregona en Rom. 7, sino una secta intolerante, en la que la rueda de molino al cuello del infractor cobra todo su sentido, aunque la justificación esté en el cerco externo, el entorno pagano.
Es posible que el nuevo entorno pagano, que indudablemente supone la moderna sociedad secular, haya terminado por crear en las grandes confesiones cristianas el mismo reflejo sectario que, a lo largo de la historia del cristianismo, llevó a apartarse del mundo a los grupos con prurito de pureza. Si bien los compromisos de las grandes iglesias establecidas, sobre todo aquellas con organización jerárquica (la loose organization característica de las sectas baptistas americanas les permite mantener una ideología sectaria, a pesar de sus millones de seguidores y su sistema masivo de conexión audiovisual), hace que el rechazo del escándalo, el rechazo del libre examen, se manifieste hoy de manera cauta y solapada, dejando para los energúmenos de la telepredicacié,n, y los carismáticos como la madre Teresa, los grandes dicterlos, el desgarro de los hábitos.
El más cauto en manifestarse ha sido el portavoz de la Conferencia Episcopal americana, quien, con inmensa sabiduría evangélica, ha dicho que "esto también acabará por pasar". En cambio, el cardenal Law, de Boston, con cierto eco paulino, habla, de que "una película ofensiva para los creyentes es un acto de irresponsabilidad", y pide autocensura por parte de productores y directores, ahora que no existe Código Hays. En una vena más crispada, el arzobispo greco-ortodoxo de Nueva York, lakovos, condena la película como "fruto de la fantasía enfermiza de un individuo". Sólo los episcopalianos, con una bien ganada tradición liberal, que les ha llevado a beridecir matrimonios homosexuales y aceptar mujeres hasta el episcopado, han defendido la película de Scorsese, tratándola de "honesto intento de contar la vida de Jesús desde otra perspectiva". Pero todo el mundo sabe que el episcopalianismo es una forma elegante de ser descreído sin renunciar a la tradición cristiana -aunque esto es algo que, lógicamente, en Lambeth no se dice en voz alta.
Pero mucho más significativa que la reacción ultrajada de las iglesias resulta la curiosidad entre morbosa y positivamente interesada con que el público laico en general ha acogido la polémica sobre la figura de Cristo, surgida al socaire del filme escándalo servido por Scorsese. La revista Time ha dedicado la portada (un mosaico hecho con trozos de diversas iconograflas críticas) y un documentadísimo informe al terna ¿Quién fue Jesús?, y han sido vio pocos los periodistas que en estos días se han visto obligados a recurrir a enciclopedias, prontuarios o a teólogos conocidos para poner en pie informes de urgencia sobre el estado actual de la figura de Cristo.
Fuera de los medios creyentes, donde la persona de Jesús el Cristo, diversamente interpretada, pero viva, mantiene lógicamente plena vigencia, es cierto que para el vulgo occidental la vida y las enseñanzas de Jesús de Nazaret mantienen una constancia difusa, que en las nuevas generaciones, formadas en el indiferentismo religioso, llega a ser casi borrosa. Hace tiempo, por otro lado, como Romà Gubern recordaba hace poco en estas páginas, que Hollywood no se preocupa de aprovechar espectacularmente los hechos de la vida de Jesús, con lo que éstos han desaparecido en gran medida del imaginario cotidiano, sin que series como Jesús de Nazareth, de Zeffirelli (ahora tan enfadado por la profanación de Scorsese, él que tan dulcemente travistió a Jesucristo de Robert Powell), o Anno domini (con guión de Anthony Burgess y un espectacular reparto que incluía a Ava Gardner y James Mason) hayan hecho nada por reactualizarlo.
Sólo en los círculos esotéricos, o entre los interesados por la literatura ufológica, la figura de Cristo parece haber experi mentado en los últimos años un renovado vigor. Pero si bien los libros incluidos en la serie Enigmas del cristianismo, de Edicio nes Martínez Roca, siguiendo un estilo fulgurantemente ejem plarizado por el Jesús Rey, de Graves, ofrecen una imagen in sólita de Jesús (sustraída, dicen, a la manipulación de la Iglesia), su reiteración en los detalles críptico-esotéricos y la inverosimilitud de algunas de sus con clusiones (hacer, por ejemplo, a los merovinglos descendientes de Jesús y la Magdalena) con vierten a estos libros en algo pa recido a la Materia de Bretaña: pasto de iniciados y con noisseurs.
En cuanto a los libros de J. J. Benítez (tan gustados por el Príncipe de Asturias y por la infanta Elena), no parece que sus revelaciones (plagiadas, al parecer, del Book of Urantia, uno de esos típicos libros seudorrevela
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El perdurable atractivo de Cristo
Viene de la página anterior dos americanos) hayan incrementado mucho el conocimiento sobre los aspectos trascendentales de la vida de Jesús, a juzgar por sus ventas masivas y su escasa repercusión en el aumento de la religiosidad ambiente -a menos que muchos de los creyentes ortodoxos, como sospecho, siguiendo el ejemplo de Pitita Ridruejo, compatibilicen las creencias canónicas de sus respectivas iglesias con las que más excitantes y modernas les ofrecen la parapsicología y la ufólogía.
Lo curioso, sin embargo, en medio de esta difuminación de la relevancia simbólica de Cristo, es la persistencia de su mito incluso entre aquellos individuos que, habiendo sometido a crítica tanto sus iniciales creencias religiosas como sus ulteriores creencias (¿criptorreligiosas?) ideológicas, viven hoy un sereno y tolerante agnosticismo (a imagen y semejanza de Tierno Galván). Es como si a la pérdida de un valor religioso represivo hubiera venido a sustituir un reconocimiento reconciliado del mismo en términos de mito, pasando por el extrañamiento del rechazo visceral y ateo-militante. O, mejor, como si la reconciliación con el entorno cultural (estructuralmente cristiano), tras el intermedio enragé más o menos volteriano, tuviera que hacerse mediante la aceptación de las imágenes míticas fundantes y no mediante su crítica comprensiva.
Esto quizá sea una interpretación excesivamente caritativa del proceso mediante el cual muchos antiguos ateos, hoy declarados agnósticos, reconocen la personalidad imponente de Jesús de Nazaret o le adjudican un papel de modelo de humanidad, intentando dar con ello un ejemplo supremo de espíritu de tolerancia, para goce de los teólogos liberales, que ven así incrementado el número de los creyentes implícitos.
La culpa de este género de actitudes tal vez haya que echársela a los marxistas franceses, polacos e italianos que, hacia mediados de los sesenta, iniciaron el diálogo con la Iglesia católica, en los fraternos días del buen papa Juan. Pasolini, con su Vangelo, remató estética y culturalmente la labor. Le había venido, según confesara a Castellet en la sacristía de Taormina (de la que las paganas sombras del barón Von Gloeden debían haber huido aquel día), "impuesto por la tradición cristiana de la que se sentía heredero, histórica e inexorablemente heredero".
La religión reformulada como cultura, e identificada con la tradición nacional -precisamente lo que tardíamente ha permitido a la perestroika recuperar el milenario de la cristianización de Rusia-, tal es el recurso por el que el irenismo ideológico posmoderno y el liquidacionismo marxista han venido a reconciliarse, no con lo religioso multiforme o con la experiencia religiosa sin afiliaciones -lo que implicaría una versatilidad intelectual poco habitual en estos días y un respeto por las sectas orientalizantes que hoy se ha perdido-, sino con las iglesias institucionales, sus imágenes y sus mitos.
Lo curioso es que el actual respeto por las iglesias y doctrinas cristianas no implica un mejor conocimiento de sus ritos y dogmas. Voltaire, en su entrada Cristianismo, del Diccionario filosófico, o Engels, Kautsky y Renán, en sus respectivas obras sobre los orígenes del cristianismo, demuestran un conocimiento de las fuentes y las condiciones de surgimiento de la vividura cristiana, superior al que en su vida puedan llegar a acumular los actuales reconciliados con la tradición cristiana de Occidente.
Tal parece como si la perdurabilidad del atractivo de Cristo -en la medida en que históricamente pueda identificárselo con alguien- sólo pueda darse en medio de la pereza intelectual y el chovinismo cultural. La persona y la vida de Cristo vienen a ser así como el venero mítico al que Occidente vuelve en sus momentos de hastío, mientras la antigüedad pagana resurge en las épocas de fulgor intelectual, y los momentos de expansión descubren nuevos mitos y genios nuevos.
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