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Margarita

De cuando en cuando nos llega un muerto conocido. Aparece en los salones de alguna institución, rebozado de banderas y ávido de discursos, con su ataúd sobre almohadones de raso como se suelen exponer las joyas auténticas en la bisutería nacional. El ilustre cadáver acostumbra a estar quietecito y muy en su sitio. Al fin y al cabo, tampoco murió ayer y ha olvidado las costumbres de la casa. Generalmente esos muertos de oropel son restos lejanos de la cosecha de los 40 años. Quemaron su juventud en una España combustible, y los más afortunados restañaron sus heridas en una vejez austral o caribeña. Se les dio tierra amiga y extranjera y entre sollozos de porteras y vecinos penetraron en ese planeta sin fronteras que es la memoria humana. Luego llegan los gobernantes. Han advertido que en su puzzle nacional quedan algunas piezas dispersas, islotes de la inteligencia patria que alguien dejó olvidados en las estafetas del exilio. Envían emisarios y mueven burocracias hasta conseguir exhumar el pasado y llevárselo envuelto en la celofana del poder. Los cazadores de féretros saben los buenos resulta dos que suelen dar los fastos en tomo a un cadáver honorable. En estos velatorios aplazados hay de todo menos la tristeza ante la muerte del ser admirado. Se le ad mira precisamente porque está muerto. Y todo lo demás es un intento del promotor de revestirse con el ademán grave y solemne de la inteligencia descamada en unos cuantos huesos. Los muertos siempre han servido a la quimérica inmortalidad de los vivos. Y sus restos son un gadget que da cultura al poderoso y un cierto brillo a las administraciones mates.

El último envío de calcio patriótico ha sido el de Margarita Xirgu. Sus restos fueron arrebata dos de la tierra de su vejez para acabar arrumbados en una capilla oficial a la espera de un hueco en la agenda de los vivos que permita el homenaje de los muertos. A las actrices jubiladas no se las debería forzar a interpretar papeles corte sanos. En la muerte, como en todo aquello que se expende en los grandes almacenes de la historia, no se admiten cambios. Ni siquiera de domicilio.

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