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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Norte y sur del estadio

LOS INCIDENTES provocados el domingo en Oviedo por unas decenas de adolescentes seguidores del Real Madrid que, entre otros desmanes, acuchillaron a varios jóvenes, hiriendo gravemente a uno de ellos, han vuelto a poner de manifiesto el clima de violencia que de un tiempo a esta parte rodea a los espectáculos deportivos. Es cierto que el deporte mismo constituye una ritualización de los impulsos agresivos del ser humano, pero últimamente da la sensación de que los elementos simbólicos asociados a sus manifestaciones -himnos, banderas, gritos de guerra- no son ya suficientes para absorber las ansias de autoafirmación de los más jóvenes. Los sociólogos, especialmente los anglosajones, llevan años buceando en las pulsiones que llevan a hooligans e imitadores a desfogarse mediante la destrucción gratuita, la provocación y el ataque indiscriminado. De sus investigaciones cabe deducir que esos comportamientos asociados al fútbol no son sino una manifestación particular de esa emergente cultura juvenil -adolescente, en realidad: de niños que fingen no serlo- de la violencia, expresada también en terrenos como la música y otros. El gusto por la indumentaria militar, sus desplantes explícita o implícitamente fascistas -en Oviedo se significaron cantando el Cara al sol frente a una caseta festiva de la Liga Comunista Revolucionaria- llevarían a identificar a los ultrasur con esa ideología. Sin embargo, grupos en todo iguales a ellos se consideran, en otras latitudes, en las antípodas de la ideología fascista. Baste recordar a los Herri Norte de San Mamés. No sólo eso: vistas por televisión, las imágenes de los jóvenes nacionalistas catalanes que el domingo celebraban la Diada asaltando, saqueando y destruyendo eran sensiblemente iguales, intercambiables, con las de los ultrasur que actuaban -nunca mejor dicho- en Oviedo. La fascinación por el riesgo, ese ideal de vida mussoliniano del vivere pericolosamente, une, más allá de cánticos y colores, a unos y otros.

"La juventud de hoy día es insoportable. Si vamos a dejar en sus manos el mañana, no me queda esperanza alguna sobre el futuro del país". Tan desesperanzada conclusión no pertenece a ningún cascarrabias contemporáneo. Fue expresada, en exámetros dactílicos, por el poeta épico griego Hesíodo en el siglo VII antes de Cristo. El mismo discurso ha sido repetido generación tras generación. San Agustín nos advirtió en su tiempo que "todo el mundo se escuda en que ahora las cosas son diferentes y, en consecuencia, no hay forma de mantener a los jóvenes en el recto camino". Así pues, nada hay nuevo bajo el sol, incluida la tensión entre los usos de los jóvenes y los valores de los maduros.

Los jóvenes que ayer construían pareados ofensivos contra el delantero centro rival, provocando la sonrisa condescendiente de los mayores, han ido escalando todos los peldaños de la provocación, sin que en ningún momento les faltase la paternal comprensión de los veteranos de la tribu. Hace dos años, el abogado del Real Madrid prestó asistencia letrada a dos jóvenes seguidores madridistas que habían sido detenidos acusados de provocar graves incidentes en el estadio del Hércules de Alicante. Gentes que se espantaron ante las imágenes de la tragedia del estadio de Heysel consideran, sin embargo, simpáticas travesuras los alardes de su propia muchachada en la grada, incluida la manipulación de bengalas y otros incendiarios artefactos, y un acto de justicia arrojar objetos contundentes al guardameta del equipo rival. La escalada ha proseguido luego fuera de los lindes del estadio. Convertidas en masas de acoso, grupos de hinchas imberbes han apaleado a quienes lucían bufandas de otro color. Ahora han acuchillado a otros jóvenes, y uno de ellos está en el hospital. Y nadie se explica cómo se ha podido llegar tan lejos.

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