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Un lugar sólo para pensar

La aventura de la ciencia y de sus sabios en forma de reportaje es, quizá, una de las especies literarias más nuevas y apasionantes, que práctica esa escasa prole de periodistas doctos y, a la vez, con pluma afortunada para conseguir que sus lectores entiendan cuanto ignoran. Este es el caso de Ed Regis, profesor asociado de Filosofía en la universidad Howard, de Washington, y colaborador asiduo de a revista Omni. Para él, como para muchos, Einstein y Gödel fueron -precisamente en ese orden- los mayores genios de la clencia contemporánea, y el haber coincidido ambos en el Instituto para Estudios Avanzados, en Princeton, constituía un pequeño misterio que le llevó, en 1983, a indagar sobre esa famosa institución. El resultado de su visita es un magnífico libro que ha publicado recientemente bajo el título Who got Einstein`s office? (¿Quién ocupó el despacho de Einstein?), que el ocio del estío ha puesto en mis manos. Aconsejo vivamente a los editores españoles su traducción, a no ser que alguno e ellos, como es probable, la haya emprendido ya. Le obsesionaba a Regis aquel cuarto de trabajo de Einstein que reprodujeron todas las revistas del mundo cuando murió en abril de 1955 el gran físico alemán, "con el encerado lleno de ecuaciones, el sillón giratorio vacío, quizá en la posición exacta en que lo dejó al levantarse por última vez, y muchos estantes llenos de libros revueltos". "Lo que más me impresionó en esas imágenes", sigue recordando el periodista, "fue la mesa, llena de informes, opúsculos, manuscritos, un frasco de tinta, una pipa, un humedecedor del tabaco... y un efluvio de asuntos cósmicos inacabados. ¡Qué secretos del universo, aún desconocidos, guardaría aquel desorden!".Los hermanos Bamberger, Louis y Caroline, habían ganado tanto dinero con sus grandes almacenes de Ilueva Jersey, que decidieron en 1929 venderlos a un competidor -la cadena comercial Macy- y destinar esa fortuna a crear una institución filantrópica. Tuvieron la suerte de recibir su dinero seis semanas antes de aquel martes negro que desencadenó la Gran Depresión. Inicialmente, los Bamberger pensaban en un colegio de estudios médicos en Newark, pero su encuentro con Abraham Flexner, un buen especialista en los problemas educativos de EE UU, judío también come, ellos, trastrocó todos sus planes y, convencidos de sus ideas sobre la moderna universidad, se animaron a crear "una sociedad libre de sabios, libre porque personas maduras, llenas de propósitos intelectuales, puedan perseguir sus propios objetivos por su propio camino, totalmente tranquilos, sin que les distraigan los problemas cotidianos ni obligaciones pedagógicas con alumnos". Así nació en 1930 el Institute for Advanced Study, ubicado inicialmente en el recinto de la universidad de Princeton -pero nunca confundido con ella-, una ciudad tranquila, fuera del mundanal ruido y poseedora de una espléndida biblioteca, que iba a ser el albergue material e intelectual de los científicos más famosos de nuestro tiempo.

La historia del instituto es la historia de sus científicos, y ésta esjustamente la historia que relata este libro. Flexner empezó su caza de cerebros y en la primera batida cobró tres piezas mayores: Einstein, el checo Gódel, y el húngaro Von Neumann. El propio Flexiier creía vivir un sueño cuando vio desembarcar del transatlántico Westmoreland, en el muelle de Nueva Yerk, el 17 de octubre de 1933, a Alberto Einstein y a su esposa, Elsa. "Es un acontecimiento tan importante como sería el traslado del Vaticano de Roma al Nuevo Mundo", dijo su amigo, el físico francés Paul Langevin. "El papa de la física se ha mudado y Estados Unidos será, desde ahora, el centro de las ciencias naturales".

Varios matemáticos le acompañaron en su emigración: Walter Mayer -cuya presencia había exigido a Flexner sine qua non , Hermann Weyl y, más adelante, Podosky y Rosen. Con estos últimos había publicado en 1931 un escrito de dos páginas señalando una aparente paradoja de la mecánica cuántica, No es que abjurase, de ningún modo, de su temprana teoría de los quantas de luz, sino de los nuevos puntos de vista que habían dado Niels Bohr y Werner Heisenberg en la llamada interpretación de Copenhagen. Según éstos, el experimento altera la realidad observada, pero para Einstein, las cosas que hay en el mundo tienen las propiedades que tienen, y las tienen, se les esté o no mirando". Heisenberg había descubierto que los atributos de los quantas vienen a pares: "posición y momento, energía y tiempo transcurrido, y estas variables conjugadas no pueden conocerse con exactitud, simultáneamente, en un mismo experimento". Era el principio de incertidumbre, como lo llamara su descubridor, que también Einstein atacaba. Esta postura escéptica suya fue con siderada por Bohr "como una tragedia: para él, al tantear un camino en solitario; para nosotros, porque nos falta su liderazgo y apoyo". Postura diríamos conservadora para el que había sido el más revolucionario de los físicos, quien un día, paseando por los hermosos bosques del instituto, le decía a su amigo Abraham Pais: "¿Cree usted que la Luna existe sólo cuando se la mira?". Pero la paradoja EPR (como se la conoce viniendo las iniciales de sus tres autores) aún no está resuelta.

Kurt Gödel fue el otro gran genio del instituto y uno de los miembros que gozaban de mayor autoridad. Extraño, misterioso, hipocondriaco desde la infancia, en los últimos años de su larga estancia en Princeton no quería comer pensando que querían envenenarle. De hecho, moriría de inanición en el hospital de la ciudad. Dicha autoridad le venía "de la única forma que realmente contaba allí, es decir, empleando el criterio de abstracción para establecer la jerarquía intelectual. El instituto, después de todo, era el hogar de la teoría, y cuanto más abs tracta sea ésta, tanto mejor. Gödel era el ganador, no en balde sus primeros estudios fueron las matemáticas, las más etéreas y abstractas de las ciencias". Aunque le fascinó su contacto de estudiante, en 1926, con el famoso Círculo de Viena, rechazó, sin embargo, el positivismo lógico que éste propugnaba, pero se metió de hoz y coz en la lógica para ser, en opinión de Regis, "quizás el lógico más grande desde Aristóteles".

En 1931 provocó la catástrofe de Gödel", como la calificó su colega del IAS Hermann Weyl. Los matemáticos andaban por entonces, con David Hilbert a la cabeza, perfeccionando los fundamentos de su ciencia. No hay nada que no pueda cono cerse en matemáticas, decían. "Las incógnitas siempre podrán encontrar su solución con el pensamiento puro" (Hilbert). "Toda la matemática puede de rivarse de unos pocos axiomas lógicos y reglas de inferencia" (Bertrand Russell y White head). "Gödel", nos explica Regis, "mostró una proposición que no puede ser probada en el mismo sistema en que se expresa. Una proposición verdadera que no puede probarse que sea

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verdad". Algo así como si la lógica, a última hora, no cerrara, simbolizada en aquel callejón de la lógica de Oxford, que tanto divertía al gran periodista Fernando Vela, porque... no tenía salida.

Resulta imposible, en el corto espacio de un artículo, seguir acompañando a Regis en su recorrido por el IAS. Nos detendremos un instante con el noruego Atle Serberg y, sus apasionantes números primos, es decir, los números enteros sin divisores, que son "como el esqueleto del sistema numérico, en forma similar a como los elementos químicos son los eslabones de la química". Se sabía desde Euclides que los números primos son infinitos, esto es, que dado un número primo siempre puede encontrarse otro mayor que él. Pero Serberg demostró que el número de números primos que hay entre 1 y el número entero x que elijamos, viene dado por la fórmula x/log x, con un error que tiende a cero conforme x crece. Abandonamos los fractales de Mandelbrot, en cuya geometría las dimensiones no corresponden a números enteros, como en la geometría clásica (1, 2, 3) sino a dimensiones fraccionales. No contaremos la historia del primer ordenador multiuso y de control interno que creó Von Neumann -ni de sus famosos parties que daba semanalmente en su residencia de Princeton (se trajo un famoso cocinero de Hungría que hizo las delicias de los miembros del Instituto)- ni hablaremos de la muerte del principio de paridad a manos de los chinos Lee y Yang (yo publiqué en los años sesenta, en Alianza Editorial, su libro sobre Izquierda y derecha en el cosmos). Asimismo, nada diremos de los trabajos de André Weyl, confundador de la escuela francesa de matemáticas Bourbaki, y dejaremos en sus galaxias al astrorisico Don Schneider, que batió el récord de visión de las inmensidades cósmicas. Por último, olvidamos también al extraordinario y discutido J. Robert Oppenheimer, director del IAS durante varios años y realizador, fuera de él, de la primera explosión atómica de Los Álamos.

Este olimpo para sabios ilustres constituye, a mi juicio, un paradigina de lo que debe ser un mecenazgo moderno, convencidos sus directivos, siguiendo a Aristóteles, de que "la verdadera igualdad consiste en tratar desigualmente las cosas desiguales", en nuestro caso, esos pensadores excepcionales. Quizá debamos reprochar a esta institución el haber limitado sus miembros a los científicos, olvidando, casi totalmente, a humanistas y filósofos. Y, sin embargo, son éstos los que pueden tener más ideas generales, que conexionan todas las cosas, y cuya presencia en los paseos y sesiones de trabajos comunes hubiera compensado fértilmente la frecuente, por no decir inevitable, barbarie del especialista. También tuvieron los directivos una inclinación excesiva por los hombres de ciencia judíos, pero hay que reconocer -y admirar- que fue de tal condición la mayor parte de los grandes de la ciencia contemporánea.

En el Institute for Advanced Study -con la excepción del armatoste de Von Neumann- no se hacen experimentos. En ese recinto ideal, simplemente se piensa, y sólo se emplean el bolígrafo y la tiza para agarrar -y que no escapen- las ideas que broten en esas mentes privilegiadas. ¿Quién ocupó el despacho de Einstein? El que lea el libro del inteligente Regis lo sabrá.

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