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Preguntas a la Iglesia católica

¿Cómo no interrogarse sobre las desconcertantes posiciones que asume la Iglesia católica? Por un lado, ha roto -en casi todos los casos- con su papel de defensora del orden establecido, de manera que el espíritu antirreligioso y anticlerical, tan fuertemente incrementado durante largo tiempo en las clases medias de Francia, Italia, España y América Latina, parece pertenecer al pasado. A la inversa, en muchos países la Iglesia católica está en primera línea en la lucha contra la miseria y contra las dictaduras: esto es verdad tanto en Chile y en Brasil como en Corea. Al mismo tiempo, el discurso propiamente religioso de la Iglesia sobre Dios, el nacimiento de Cristo, la resurrección de los muertos y la vida eterna, simplemente ya no se comprende y, más concretamente., la moral sexual que predica ya no es respetada ni por los propios católicos, y su negativa a permitir que las mujeres accedan al sacerdocio parece incomprensible. Para cada caso, por supuesto, no faltan las justificaciones en nombre de la tradición, de los textos sagrados y de las enseñanzas de la Iglesia, misma, pero esta hermenéutica no hace más que subrayar lo ajena que está la tradición católica al espíritu de nuestro siglo. ¿Hay, pues, que renunciar a comprender y contentarse con felicitar a la Iglesia cuando se compromete del lado de los perseguidos y guardar al mismo tiempo silencio sobre sus posiciones morales, que carecen ya de poder para imponer su aplicación? Semejante posición sería insostenible en tanto que irracional y nos llevaría muy rápidamente a asumir posiciones contradictorias, sobre todo acerca del actual Papa, este Juan Pablo II al que se admira por defender Solidarnósc y la libertad de los polacos, que arrastra tras de sí inmensas muchedumbres en América Latina, pero que defiende de manera particularmente rígida los preceptos tradicionales de la moral católica, pese a todos los cambios operados tanto por el feminismo como por la contracepción.Asumamos una actitud inversa y tratemos de comprender estas aparentes contradicciones. La Iglesia católica participa hoy en el gran movimiento de duda y de crítica de la modernidad, que no ha cesado de aumentar su importancia en la Europa contemporánea. Lo que de hecho es también nuevo para ella es que, para el conjunto de nuestra cultura, Juan XXIII y el aggiornamento no se hallan todavía lo suficientemente lejanos de nosotros.

En América Latina, que es cada vez más el centro del universo católico, después de la guerra la Iglesia rompió con la religión popular, comprendiendo que era más importante para ella reconquistar las clases medias urbanas, en pleno crecimiento, que retroceder junto con un mundo rural tradicional, en rápida disminución. Pero, mediante un viraje espectacular y bien simbolizado por Juan Pablo II, la Iglesia dejó de correr tras una modernidad que la conducía hacia los peligros del modernismo y hacia su propia disolución. Siguiendo el curso del movimiento general de las ideas y de los sentimientos que vuelven a centrar la importancia en la defensa del individuo, de la identidad y de la comunidad, incluso de la tradición, en un mundo dominado por el poderío de los aparatos económicos y políticos, por su voluntad de racionalización, la Iglesia se volvió populista y popular, fuerza de resistencia de lo local contra lo central, de lo privado contra lo público, de lo nacional contra lo transnacional y, naturalmente, de lo religioso contra lo político.

La más reciente encíclica, Sollicitudo rei socialis, combate al liberalismo occidental con la misma fuerza que al totalitarismo comunista. La Iglesia reacciona contra el reino del dinero y de la comercialización de la vida privada y de la sexualidad, que, efectivamente, molesta o lastima a la mayoría de nosotros, con el feminismo a la cabeza.

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Pero es aquí donde se introduce nuestra resistencia: ¿estamos convencidos de que la modernidad no es más que poder absoluto, manipulación de los pensamientos y de las peticiones? Si la posición de la Iglesia católica es, en el terreno de las costumbres, y sobre todo en lo que concierne a la condición de las mujeres, tan chocante, tan inaceptable, es porque el antimodernismo de moda no es más que un falso decorado y que la mayoría de entre nosotros se niega a identificar la modernidad al totalitarismo o a la vulgaridad de la cultura de masas. Nos negamos a elegir entre el poder absoluto de los dirigentes políticos y económicos y la defensa de la comunidad y de sus tradiciones. Queremos ganar en los dos frentes y oponemos a la vez -tanto a los poderes como a las tradiciones- nuestra voluntad de libertad personal, de reconocimiento del derecho de todos a elaborar su propia existencia, a ser individuos. Ya no aceptamos, definitivamente, la referencia cristiana a las leyes de la naturaleza, pues nuestra vida, en sus aspectos más positivos, descansa, no sobre estas leyes, sino sobre nuestra capacidad de superarlas, de dominar la naturaleza, de hacer retroceder la enfermedad y las penurias. A la naturaleza, en tanto creación divina, oponemos la acción de los hombres. Sabemos que esta acción puede degenerar en destrucción de la naturaleza, en especulación económica desastrosa y, sobre todo, en acción política arbitraria y violenta; pero nos negamos rotundamente a elegir entre un progreso que sería totalmente malo y equilibrios naturales o formas de integración social que serían buenas. Críticos de la modernidad, lo somos, ¡y tanto! Pero no en nombre de la tradición, sino en nombre de otra modernidad, y que también está en el corazón de nuestra tradición, tanto cristiana como no cristiana, la que se define por los derechos del hombre, la libertad de conciencia, el respeto de las minorías, la garantía jurídica efectiva de las libertades públicas.

Pero debemos reconocer también que esta llamada a los derechos del hombre arriesga encerrarse en un círculo muy estrecho y quedar reservado a privilegiados si no defiende al hombre en su ser sociocultural e históricorreal. La nueva fuerza de la religión no tiene otra explicación, pues la religión es lo que liga, lo que une a una sociedad o, mejor aún, a una comunidad.

No me pronuncio en contra de la Iglesia católica ni tampoco a su favor. La defensa del hombre contra el dominio del dinero y del poder impone la difícil alianza del ser en su medio social, nacional y cultural -lo que la Iglesia y las fuerzas religiosas en general hacen con la mayor eficacia- y de la voluntad liberadora del individualismo occidental.

Nuestra ambivalencia con respecto a la Iglesia católica puede ser ahora mejor comprendida. La prioridad es la de la lucha contra los poderes absolutos en un universo en el que las tres cuartas partes de los hombres están privados de libertad, y debemos reconocer que la principal fuerza de resistencia al poder absoluto es la religión, como lo demuestra el[ ejemplo de Polonia. Pero nuestra tarea, la de los que ya no padecemos de falta de libertad, es la de inventar nuevas formas de resistencia al poder que se adueña de la modernidad, de las formas que deben apoyarse sobre la libertad y no sobre la tradición, sobre el individualismo y no sobre la comunidad. Esta llamada a la persona tiene raíces cristianas, pero la Iglesia católica actúa en este momento como si hubiera elegido dar prioridad a su refuerzo en los países más amenazados por la arbitrariedad y por la miseria, aceptando debilitarse en los países hoy ricos y democráticos, con los cuales se identificó históricamente durante tanto tiempo. Esta elección, si existe, es peligrosa porque condena a la Iglesia católica a no ser más que una fuerza de resistencia, a no ser fuerte más que a costa de sus propios fracasos y a ser incapaz de proponer una imagen positiva de la modernídad. Nadie piensa que la Iglesia católica pueda elegir una parte del mundo contra otra, pero sería bueno saber cómo vive ella este debate entre una llamada a la persona alimentada con tradiciones occidentales y a una defensa de la comunidad contra los conquistadores y de un poder totalitario.

Estos problemas son los de todas las corrientes culturales de nuestra sociedad, tanto como de la Iglesia católica; pero ¿por qué ésta no es capaz de dialogar con quienes creen en la modernidad y en las libertades individuales mientras combaten, también ellos, los peligros de la manipulación cultural y del totalitarismo Político, presente en una sociedad cómodamente embriagada de su propio poderío?

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