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Angel de invierno

Cuando agosto está a punto de convertirse en septiembre, la ciudad comienza a recobrar su aire de normalidad invernal. El autor de este artículo tiembla al pensar que el verano se escapa hasta el año que viene y que Madrid recuperará dentro de nada su actividad frenética y su pulso vital de gentes y coches.

Hoy Madrid ha amanecido con ese aire que tanto amaba Vicente Aleixandre y que en sí mismo es una metáfora de toda la generación del 27. Un aire civil y descreído de las grandes palabras del ferragosto y de la mudez del invierno. Se cuela sobre el calcinado pavimento, remueve a su paso los olores acres del alcohol y del cansancio que pertenecen por derecho a la siesta de agosto.Hoy el aire ha recuperado el vigor que anuncia el invierno y me he puesto a temblar. De pronto he sentido que todos mis problemas iban a desaparecer y que la vida retornaría a la normalidad. Todo se resume en algunas cuestiones orgánicas (se entonará mi tensión arterial) y otras de tipo psicológico, por no decir marcadamente esquizofrénico: el teléfono sonará cada minuto, los periódicos comenzarán a engordar como matronas en la edad cúbica y el portavoz del Gobierno nos reconfortará el espíritu al asegurarnos que Felipe no pierde la calma y que 1992 está a la vuelta de la esquina.

Sin embargo, sin amar del verano su desmedida pasión por la licuación de las seseras y el abotargamiento de las voluntades, me he puesto a temblar y echaré de menos los periódicos inanes, las calles vacías que parecían desembocar en un mar que finalmente tomaba la forma de una cerveza, mientras apostados en el dique del mostrador mirábamos las piernas lejanas -y también solitarias- de aquella chica varada sobre su granizado de limón.

Esta brisa que hoy, 20 de agosto, ha traspasado la meseta, cuando aún resta un tercio del tubo de crema bronceadora y quien no ha estrenado su entrepierna en deseo ajeno sueña con hacerlo, no anuncia nada bueno.En Madrid sólo quedamos los poetas malos y aquellos cuya renta no excita las apetencias de Solchaga. Buenas gentes en suma, en la medida en que la bondad se asocia a la pobreza y ésta a la lectura apasionada. Este ángel rubio pero ya frío que nos ha visitado trae bajo el ala un sombrío cargamento: el histérico tronar de los despertadores a las siete de la mañana, las agendas nuevas donde iremos descargando el año como en cangilones huecos, los bocadillos de las once y, lo que es peor, los plazos de aquel coche comprado en la euforia de junio al señor Financiación. Tiempo sobrado para añorar la gota de sudor que recorría nuestra espalda, el aburrimiento tenaz de aquella novela japonesa y, sobre todo, la curva del cielo que se correspondía a la dulce curva de nuestro nada hacer. Terminan nuestras vacaciones de ojeadores de la carne del otro en portales o en discotecas, se pierde la estampa del solitario que cruza ante cientos de carteles que sólo dicen: cerrado hasta el 1 de septiembre. Y los esfuerzos de los pocos emergentes que aquí quedaron para organizar fiestas en su cubículo de césped a las que acudiera una depauperada embajada de madame cocaína, que, como sabemos, reina en la costa como un mar de nácar.

Sí, es como para echarse a temblar el anuncio del invierno, pero no por el frío, no por la lluvia. El verano se nos impone por el calor y la consecuente efervescencia de las glándulas. Pero el invierno nos lo inventamos. Y eso es terrible. Si no, repásese la historia de las invenciones: soñar con estar vivos.

Aprovechemos la última brizna de galbana antes que tras el ángel rubio aparezcan los turiferarios bajo forma de tubo de escape.

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