Escapar de este ruido
El autor concibe el veraneo como una huida de la productividad, como la fuga de lo cotidiano. Y no sólo eso, porque el mar del sur permite abandonar la movida y los chiringuitos capitalinos para tropezar con los amigos que nunca se ven. Pero, por si fuera poco, alimenta la nostalgia de Madrid.
Salir en verano tal vez pudiera ser la metáfora sociológica de la imperiosa necesidad metafísica de escapar de nuestros propios límites. Porque de lo que oscuramente se trata, en el más intenso sentido utópico, es de irse, marcharse, alejarse de lo ya conocido. Escapar. Veranear sería, entonces, una forma de huir de la imagen de ese animal racional que se mira, melancólicamente durante el resto del año en el espejo mañanero de la productividad.Quedarse en la ciudad no es una postura alejada de lo anterior. Siempre queremos irnos de lo cotidiano de alguna forma. En verano, muchas ciudades cambian profundamente: apenas se ve gente en las calles; dónde están los coches; quién se ha llevado el ruido; qué ha pasado con las interminables colas... Los que se quedan saben que de alguna forma también se han ido. En verano, esta ciudad ya es otra ciudad.
Salir es, realmente, una ilusión que se nos va acumulando permanentemente en la nostalgia por lo diferente. Salir sería, aproximadamente, cambiar. Pero la clase media, que es la clase que sale con auténtica conciencia de que veranea, pues ¿para quiénes sí no se ha inventado el verano?, sabe que estas vacaciones pagadas no van más allá de ser una forma ilusoria de escapar del Amo de las Horas.
Pero la mar. He de salir de Madrid porque tengo incrustado en mitad de la imaginación un trozo de la mar que nos habita en el Sur. Y Madrid, pese a su bendito cosmopolitismo, vive sumergida en una increíble ausencia marina que se torna más insoportable con la movida veraniega, los chiringuitos imposibles y esa posmodernidad de piscinas.
Por lo que busco ese trozo de Mediterráneo con sabor a salitre ajazminado como quien percibe su infancia. Y ya estoy por Despeñaperros y se me cambia la sintaxis porque al conjuro de ciertos aromas el lenguaje se me destroza y he de reinvertarlo de nuevo.
Salgo de la capital buscando eternamente a Andalucía, esa dama de múltiples e indescifrables velos a la que tan sólo logro rozar algún vuelo. Porque a diferencia de lo que pasa con la Puerta de Alcalá, aquella dama nunca acaba de estar. Esto es lo que siempre me atrae.
La gente se va porque anhela olores diferentes. De piel, por ejemplo, que como superficie insondable resulta siempre nueva. Pero Madrid se quedó sin olor, sin ese aroma que define a cada ciudad. Sí, se dirá que las playas en verano huelen a demasiada humanidad. Algo fatal. Pero esto también ocurre, el resto del año, en el metro invernal. Nada extraño, porque tanto el metro como las playas en verano funcionan para los ciudadanos de siempre.
Otros silencios
Necesito alejarme de Cibeles porque algo me impele a escuchar otras mitologías del agua. Me voy a escuchar otras fuentes que aún les queda algo de silencio y, desde ahí, se me encienden todas las fuentes del invierno por las que paso continuamente desde la indiferencia del automóvil.
Así que me voy hacia Málaga con el utópico escozor de vísperas entre los ojos de quien cree que va a hallar un trozo del origen. Sin necesidad de agenda me cito con la gente. Incluso me tropiezo con los amigos que son imposibles de ver en Madrid. La oferta cultura¡, no tan múltiple ni abigarrada, me resulta a la postre más asequible. ¿Salir no es, también, una forma de recuperar esa ida al teatro que allí, por diversas circunstancias, acaba marchitándose? Y aún es posible pasear, digan lo que digan los del miedo al miedo, por entre las acacias intemporales.
La mar, ahí al lado, sigue en su eterno retorno de espumas irrumpiendo entre nuestro diálogo y este calor que no cesa. Eso sí, tan sólo para los que aún no son nihilistas, quedan chanquetes.
Pero también salir de Madrid es una forma de volver. Cuando todo esto se acaba vuelvo, bajo otro matiz del retorno, anhelando el otoño. Madrid es otoño. Y en las mismas esquinas contemplo otra luz de la que ya no podría prescindir jamás. Entonces pienso que la vida tiene una dosis mayúscula de inagotable fraude. Y que el hombre, enigma y nómada, es quien siempre está inventando las ciudades.
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