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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOLONDRES, UNA CIUDAD REAL / 3
Tribuna
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La Real Guardia a Caballo

Para disfrutar de una estancia en Londres es muy conveniente que los viajeros vayan provistos, aunque sea verano, de un mínimo de anglofilia y de algo de ropa impermeable. En mi caso, el impermeable lo compré hace años en un mercadillo neoyorquino, y la anglofilia procede del comportamiento del Ejército Inglés durante la última guerra mundial. Algunas de las más intensas alegrías que experimenté en mi adolescencia, tan menesterosa de acontecimientos alegres, se las debo al general Montgomery y a la Royal Air Force. Esta mañana el cielo está nublado v la brisa es más bien fría, pero no necesito utilizar el impermeable, al, menos de momento. En cambio, aunque la Prensa no recoge hoy ninguna declaración de la señora Thatcher, debo apelar a mis sentimientos anglófilos más firmes cuando un taxi traidor me acomete por la espalda. Entre las muchas extravagancias de los ingleses, ésta de circular por la izquierda resulta especialmente irritante y peligrosa.Estoy en Piccadilly Circus con el propósito de recorrer el Londres por excelencia, el Londres de los reyes, de los príncipes y de los responsables del gobierno de la Commonwealth. En Piccadilly Circus los apresurados londinenses que descienden por la calle del mismo nombre se emulsionan trabajosamente con los turistas un poco pasmados que merodean indecisos en torno al esbelto Cupido de bronce que decora la plaza. Las guías turísticas recomiendan visitar Piccadilly Circus de noche. Pero de noche es peor. El derroche publicitario de luz de neón, asombro no ha mucho tiempo de propios y extraños, parece ahora más bien modesto; en cambio, resulta excesivo el espectáculo de los punks instalados en la basura que ellos mismos generan. En Londres, los punks son legión y pueden presumir de contarse entre los más feos y sucios del universo. Ahora es de día en Piceadilly Circus, y sus chirriantes cabelleras de color verde lagarto permanecen en silencio. Menos mal.

Tengo la impresión de que por aquí está transitando en este momento una cuarta parte de la humanidad. Los ingleses dicen que si alguien quiere encontrar a una persona cuyo paradero desconoce, lo que debe hacer es apostarse en una esquina de Piccadilly Circus y esperar. Por si acaso se materializa ante mis ojos cierto gafe del que, por fortuna, no tuve noticia en los últimos años, abandono precipitadamente Piccadilly Circus hacia Trafalgar Square. Cuando llego a Trafalgar Square, que está en obras por cambio de pavimento, los inesperados rayos de un sol avieso, de un sol con uñas, nuncio casi seguro de los peores chaparrones, sacan a las cosas colores inéditos. Siempre que esto ocurre muchos ingleses de ambos sexos se aligeran de ropa, se tienden en cualquier parcela verde, que en esta ciudad nunca está lejos, y absorben con avidez, casi con unción, el calorcillo que les cae del cielo.

Entro en Whitehall con la intención de ganar las orillas del Támesis por la zona del puente de Westminster. Whitehall es una calle que no tiene desperdicio. Para empezar, en la esquina de la derecha, la fachada clásica del Almirantazgo. Detrás de esos muros de piedra blanca se urdieron acontecimientos importantes, pero ninguno tan trascendente y celebrado como la invención del bocadillo, complejo alimenticio diseñado por lord Sandwich el día en que, para no interrumpir su jornada laboral con la rutina del almuerzo, se le ocurrió pedir que le llevaran al despacho unos pedazos de roast beef entre dos rebanadas de pan. Gracias a ese gesto del valeroso lord Sandwich, su nombre y su invento andan ahora en boca de medio mundo.

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La policía más famosa

En la acera de enfrente puede verse el callejón llamado Old Scotland Yard, hasta finales del siglo pasado cuartel general de la policía más famosa de Europa. Algo más abajo desemboca otro callejón ilustre, Downing Street, cerrado en sus extremos por barreras y guardias. Nadie ignora que en el número 10 de esa calle tiene su domicilio la señora Thatcher, y la posibilidad de entrever su perfil detrás de la ventanilla de un Rolls Royce convoca a unas docenas de curiosos, nostálgicos -se les nota- de las pasadas glorias imperiales.

Entre ambos callejones está el cuartel de la guardia a caballo, agrupación militar de caracter más circense que castranse cuya misión principal consiste en celebrar con un gigantesco carrusel el cumpleaños de la reina. Con el sable al hombro y un casco metálico desde cuya cima desciende un manojo de crines albinas, dos centinelas a caballo paran sin proponérselo el tránsito peatonal. Encaramados en sus monturas, estos jinetes pueden sin demasiado esfuerzo aparentar indiferencia ante el acoso de los turistas que los examinan con excesiva proximidad. Más patético resulta el caso del único e impasible centinela de a pie, aferrado con decisión a un sable que de nada le sirve para defenderse de la voraz curiosidad de los turistas. Cinco niños hindúes se apiñan en torno a él mientras su padre los fotografía. Unos punks se ríen en sus narices y impertérrito ante las provocaciones, pero yo observo que sus ojos, casi ocultos por la visera del casco, giran en todas direcciones desorbitados por el espanto. De pronto, en lo que parece una incontrolada rabieta, patalea ostensiblemente y se muda con lenta andadura a otro lugar no muy distante. La pegajosa horda de turistas lo sigue con alborozo. Cuando, tras otra histérica pataleta, vuelve a su anterior inmovilidad, la mano que sostiene el sable tiembla ligeramente. Si no lo sustituyen .en seguida, este hombre puede hacer un disparate. No muy lejos de allí, al otro lado de St. James Park, los guardias del Palacio de Buckingham, con sus gorros de piel de oso y sus llamativas casacas rojas cumplen también una función decorativa. El relevo de la guardia, Presenciado cada mañana, si el tiempo no lo impide, por miles de turistas, es más bien un número de ballet amenizado por una orquesta de gaiteros que una rutina militar. La ceremonia, repetida sin cambios desde hace aproximadamente siglo y medio, ilustra el amor de los ingleses a sus tradiciones, confirma su gusto por lo anacrónico y lo ritual. Pero aquí, y conviene destacarlo para no equivocarse, la tradición se respeta en lo superfluo, que es el vestuario y la coreografía, y se vulnera en lo esencial. Este ejército aparentemente de music hall está equipado con terroríficas armas automáticas de una modernidad absoluta. El resultado de tan extraña combinación es lo que podríamos llamar la modernidad obsoleta, expresión que me parece útil para entender la ambigüedad que caracteriza muchos aspectos de la vida en el Reino Unido.

Tras un errático caminar por este Londres ajardinado y noble, penetrado por grandes avenidas decoradas con suntuosos palacios, llego un poco fatigado a las orillas del Támesis. Paso ante el edificio del Parlamento, y en busca de una arquitectura más auténtica me acerco a la abadía de Westminster, en la que pueden admirarse muestras del gótico inglés de los siglos XIII y XIV. La abadía, propiedad de la Corona de Inglaterra, escenario de la ceremonia de la consagración de sus reyes, es uno de los orgullos de la Iglesia anglicana. Algunos tramos desus grandes naves parecen un abigarrado almacén de estatuas orantes y yacentes. Son muchos los hombres ilustres enterrados en su recinto. Mi intención es acercarme al llamado rincón de los poetas, donde se acumulan bustos, medallones, mausoleos y lápidas dedicadas a honrar la memoria de los grandes autores ingleses, desde Chaucer y Ben Johnson, cuyos restos mortales reposan allí, hasta T. S. Eliot.

Cuando trato de penetrar en el sagrado recinto, un edecán me impide el paso. Los oficios ves pertinos van a dar comienzo, y los curiosos estamos sobrando en la abadía.

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