Reconvertidos
Sólo han pasado 10 años: una eternidad. Aparentemente no han cambiado. El mismo gusto por lo nuevo, la misma curiosidad por rellenar a cada instante la cisterna con que alimentar más tarde, entre amigos, cualquier conversación mas o menos iniciática sobre ¿nuevas tecnologías? O sobre la vida cotidiana en la gran metrópoli, o a propósito de la última corriente -muy poco corriente- en las artes plásticas o en las artes menos muertas. Apenas ha variado el objeto de la búsqueda. Creen estar en la vanguardia. Aquello que llama su atención se encuentra siempre un paso o dos por delante de los convencionalismos con los que se contenta el grueso del pelotón. Están sumamente informados, nada se les pasa. Ellos están donde solían. Es el mundo, por desgracia, el que ha cambiado a su alrededor.Hubo un tiempo feliz en que las cosas estaban bastante claras. Reclamarse de lo nuevo era situarse necesariamente en vanguardia. Romper con lo establecido constituía un signo unívoco de progreso. De forma que si uno quería avanzar sabía por dónde empezar el camino. Sólo había que seguirlo; el grado de progreso dependía únicamente de la velocidad de la marcha. Hoy la dirección del avance es mucho menos reconocible. En la medida que las conquistas irrenunciables de entonces forman hoy parte de la cotidianidad, el primitivo sentido de la marcha empieza a dar vueltas sobre un mismo eje, y no es nada seguro que lo indiscriminadamente nuevo constituya una garantía de progreso cierto. Y si esto es así, estar a la última no significa necesariamente que se esté en cabeza de la marcha.
De forma que todos aquellos abanderados de la innovación, de la ruptura con las convenciones, de la búsqueda de lo inusual, probablemente no estén haciendo otra cosa que girar desnortados en el mejor de lo casos, o, lo que sería mucho peor, dar pasos atrás. Asentados en la seguridad que proporciona el valor social de determinados sobrentendiclos, sus gestos no pasarían de constituir ligeras extravagancias que lo recién establecido digiere sin mayores problemas. Quedarían enmarcados en aquello que, muchas veces sin demasiada precisión conceptual, se ha venido en llamar el universo yuppie. Es decir, el progre de antaño convertido en el diletante de hoy.
Ahora bien, si resulta cada vez más inútil, además de extravagante, empeñarse en determinar qué cosa puede ser lo nuevo, en lo que sí parecen estar de acuerdo todos los reconvertidos de la industria intelectual de antaño -tan manifiestamente obsoleta como lo puede ser la naval o la siderúrgica- es en aquello que sin ninguna clase de dudas es lo antiguo. Expulsado para siempre de la espiral donde todo lo que cuenta, aunque dando vueltas sobre sí mismo, tiene su asiento, lo que ya no cuenta es así identificable a primera vista sin necesidad de mayores contemplaciones (en los dos sentidos de la palabra). Cada cual podría enumerar una larga lista de conceptos o realidades que pertenecen definitívamente al reino de lo arcaico. Quién citaría cosas tales como progreso social, compromiso, clases, Tercer Mundo. Algún otro traería a colación los sindícatos. La sola palabra obrero, con todas sus gastadas derivaciones, produce sonrisas de condescendencia en nuestros interlocutores. Escuchar vocablos tales como dialéctica provoca la carcajada abierta. Y así se podría ocupar una sobremesa entera con una nueva varíante del no menos antiguo juego de las palabras.
Ideología, o debate ideológico, pertenece por méritos propios a la primera división de esa categoría de conceptos. Nada como dicha palabra para definir un mundo que se quisiera como parte del pasado para siempre jamás. En ella se resume lo inútil de un tiempo donde lo importante no eran esas cosas que hoy pueden figurar en el primer plano de nuestras preocupaciones: la segunda casa, un automóvil de importación, los cursos de inglés de los niños. No ya antigua, sino completamente rancía, parece cualquier pretensiórt de introducir el elemento ideológico en el debate político. Privado para siempre de cualquier confrontación en el terreno de las ideas, ese debate se reduce a una pura cuenta de resultados. Ha surgido así el político-gestor, el político-empresarío. Su obsesión: que las cuentas cuadren, no importa cuáles sean los activos que haya habido que malvender para obtener ese resultado.
Los que no entren en el juego serán expulsados del paraíso de los balances y desterrados al lazareto de los apestados de nuestros tiempos. Además de antiguos, de reliquias de la historía, serán tildados de doctrinarios, de utópicos, de saboteadores de un orden supuestamerite igualitario donde las cosas; son mucho más sencillas, donde los campeones de este batido sólo se diferencian de los adalides del de enfrente por la barrera diferenciadora del coche oficial y el número de votos. Abolida para siempre cualquier otra diferencia, los aguafiestas se enfrentan a un tajante y reservado derecho de admisión. Pero sólo segundos después, a pesar de todo, de que una voz casi ahogada en su propia melancolía grite hacia el otro lado de la puerta que la negación de las ideas como motor político es ya en sí misma una ideología. Una ideología antigua y probada de la que en este rincón del mundo conocemos algunos de sus resultados.
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