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Desequilibrio

Joan Subirats

Se asiste desde hace un cierto tiempo a una pertinaz crítica a los políticos. Por parte de unos como si de pronto hubieran descubierto que los que oficialmente deberían ser servidores de los intereses públicos son gente más bien normal que procura defender sus intereses, y por parte de otros al considerar que nuestra clase política es tirando a regular. Dejando a un lado las peculiaridades de nuestra historia contemporánea, que no son pocas, el fenómeno, creo yo, permite consideraciones de carácter más general.Si por un lado los últimos decenios demuestran un enorme desarrollo de las potencialidades humanas, de las chances al alcance de cualquier individuo en cualquier aspecto vital y al mismo tiempo y en relación con ello un inusitado avance tecnológico que está modificando los fundamentos mismos del sistema económico occidental, no parece que el poder político logre seguir ese ritmo endiablado. Nuestro sistema, que ha hecho del individualismo motor y guía, ha generado una sociedad muy diferenciada, con una potencialidad que parece ilimitada y que proporciona niveles de elección y de autodeterminación sin precedentes. Y en ese contexto, la función del poder político debe ría modificarse. Si en sociedades más tradicionales quedaba muy claro que lo más importante era el mantenimiento del orden, en la actualidad el poder político debe ante todo asegurar la gobernabilidad de la mutación, reduciendo en lo posible la complejidad, el desorden que genera. Porque ese desorden es, de hecho, la fuerza generadora de un nuevo orden, más complejo pero más capaz. Ello exige algo más que un buen conocimiento del noble arte de la política: exige competencia profesional y técnica, por una parte, y capacidad de generar consenso y legitimidad, por la otra. Y aquí es cuando surgen los problemas.

La capacidad de analizar lo que sucede, captar las nuevas ideas, preparar alternativas, elegir -momento supremo del poder- la alternativa que se entienda más adecuada, controlar su ejecución y ser capaz de evaluar sus resultados exige preparación y tiempo. Y exige también, y sobre todo, tiempo para la mediación y la persuasión, claves de la formación del consenso. En cambio, en el ámbito individual o en el técnico-productivo la rapidez, la facilidad y la necesidad de escoger y operar con celeridad resultan cada vez más uno de los factores clave del éxito. Surge así el desequilibrio entre la reciente potencialidad puesta diariamente en juego por parte de individuos o grupos de todo tipo, y un poder político arcaico con grandes dificultades para ejercer su misión esencial: gobernar el cambio.Es en ese contexto en el que deberíamos circunscribir los desequilibrios más acuciantes planteados. El riesgo constante de desastres ecológicos provocados por una falta de dominio o control de las potencialidades técnicas, el absurdo y peligroso sobredimensionamiento de la capacidad de ataque de las superpotencias, o las contradicciones que genera y que generará el contraste entre un sector del mundo altamente desarrollado y parcelas del globo en las que apenas si uno puede abastecerse de lo más esencial, todo ello enmarcado dentro de las posibilidades inauditas de la comunicación instantánea. Pero ello no es sólo un fenómeno de características internacionales. En el interior de nuestras mismas sociedades la riqueza aumenta sin cesar, y aumentan con ella las exigencias sociales, mientras que en esas mismas sociedades se amplían los sectores marginados, poniendo en peligro las bases mismas de esa riqueza y desarrollo, el mantenimiento de un cierto grado de solidaridad social. Ya no nos deslizamos en ese fantástico tapis roulant del crecimiento que permitía avanzar a todos por igual. Ahora las nuevas bases del desarrollo económico parten de la marginación de algunos, de su exclusión, ante el hecho evidente de que el aumento de productividad provoca desempleo.Mistas pueden ser algunas de las claves que, no sólo en España, sino de forma mucho más general, pueden explicar la presión que desde muchos ámbitos se hace sobre un poder político que, anclado en pautas premodeenas, tiene cada vez más dificultades para realizar su labor de mediación y de gobierno, precisamente cuando el grado de complejidad técnica y social más requieren esa intervención. Y así podemos entender el asalto que desde la sociedad se hace a ese teórico bastión del interés público para que sintonice con los intereses de aquellos que más pueden, y podemos también explicarnos las críticas a la falta de competencia profesional de quienes por su representatividad deberían entender y decidir sobre aspectos muy alejados de sus específicas habilidades personales. Y más aún. Ese desequilibrio entre la potencialidad y el desarrollo económico y social y la falta de adaptación del poder político se pone de relieve en la misma inadecuación de la figura del Estado nacional en un mundo en el que las grandes opciones se escapan cada día más del espacio que delimitan unas anacrónicas fronteras en un mundo intercomunicado al segundo. De esta forma no pasa día sin que alguien aluda a la creciente separación entre el Estado y una manoseada y omnipresente sociedad civil . Frente a quienes no dejan de hablar de reducir el papel del Estado, convendría, en beneficio de todos, avanzar en la mejora y perfeccionamiento del poder político, que cumple funciones que hoy por hoy nos parecen difícilmente reemplazables. Y ello requiere, partiendo de una conveniente modestia, como diría Crozier, superar esa visión tecnocrática y autorreferencial que desde un poder político anclado institucionalmente se pretende difundir. Si, por una parte, convendría dar más sentido ético al ejercicio del poder político para potenciar su capacidad integradora, se debería sobre todo favorecer su desarrollo institucional. Como afirma Ruffolo en su último libro, si de pronto llegara a la Roma de finales del siglo XX un ciudadano de la Roma imperial, quedaría sorprendido y aturdido ante los enormes cambios existenciales de sus conciudadanos, pero llegado al Parlamento podría fácilmente aclimatarse.Aún continuamos defendiendo la virtualidad de una división de poderes que cada día sufre estrepitosos desmentidos. El contraste entre las reglas organizativas básicas de la Administración pública y las tareas que tiene encomendadas resulta grotesco. Si alguna cosa está clara en este final de siglo es que de poco sirven las soluciones generales. En realidad estamos asistiendo ya a pequeñas transformaciones. Surgen aquí y allí instancias administrativas ad hoc que asumen misiones específicas y que se mueven con mayor agilidad. En ciertos ámbitos, el Estado cede protagonismo a organismos y asociaciones que gestionan servicios y capitales en un terreno que no es propiamente ni público ni privado. En ciertos países, como Italia, la exigencia de reforma institucional parece imparable. Debemos avanzar más en esa línea, hacer más inteligente el ejercicio del poder sin limitarnos a informatizar la rigidez burocrática. Por la vía de la innovación institucional e individual, el personal político debe hacer frente a estos retos de final de siglo, antes que el desequilibrio acabe por plantear mayores angustias.

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